DOMINGO DE RAMOS
DE LA PASIÓN DEL SEÑOR, CICLO A
(Isaías 50:4-7;
Filipenses 2:6-11; Mateo 26:14-27:54)
Un polaco describe la vida en su país bajo la dictadura comunista.
Dice aunque la gente sufrió mucha opresión, ayudaron a uno y otro.
Visitaron las casas de sus vecinos prestando la mano si era necesario.
Compartieron lo poco que tenían con los demás. En breve sintieron mucha
solidaridad. Lo que hace el sufrimiento de Jesús tan extremo en el
evangelio que acabamos de escuchar es la falta de este tipo de apoyo humano.
En primer lugar sus discípulos fallan a Jesús. Se acentúa la
desgracia de Judas cuando lo traiciona con un beso. No importa el motivo
para su conspiración con los sumo sacerdotes – avaricia, envidia, o
resentimiento – el marcar a Jesús con un signo de afecto agrega la injuria a la
herida. Los otros discípulos son culpables de la cobardía. En lugar
de acompañar a Jesús en su juicio, lo abandonan como si fuera víctima del virus
de Ébola. Aún Pedro, a lo cual Jesús encomendó
la dirección de su iglesia, lo niega. Es la creciente fuerza de sus
negaciones que molesta. Primero, niega que estuviera con Jesús; entonces,
que lo conociera; y finalmente parece que maldice a Jesús. Esto es el
comportamiento del soldado más recientemente reclutado, no de un líder.
Aún más devastador a Jesús que el abandono de sus discípulos es el
rechazo completo del pueblo. El sumo sacerdote, la autoridad más alta en
la sociedad judía, acusa a Jesús de blasfemia, un crimen que merece la
muerte. Todo el sanedrín lo escupe y lo bofetea. Siguen los abusos cuando
Jesús es entregado a los romanos. La gente lo desprecia en la cruz.
Pero a lo mejor es su preferencia para el criminal Barrabás que le causa a
Jesús el más desconcierto. Es como si un pueblo contemporáneo habría
preferido la visita de Osama bin Laden a la del Papa
Juan Pablo II.
No sólo los judíos rechazan a Jesús sino el mundo entero representado por
el Imperio Romano. El procurador Poncio Pilato, a pesar de su pretensión
de lavarse de la culpabilidad, condena a Jesús a la muerte. Los soldados
lo tratan con desdén burlándose de él y golpeándolo cruelmente. Aún los
dos compañeros crucificados con Jesús en esta versión de la historia no
escatiman los insultos. El rechazo es tan extenso y profundo que Jesús
siente que abarca la postura de su Padre Dios. Se ve el abismo en que su
espíritu ha caído cuando se compara su oración en el huerto con la de la
cruz. En el lugar primero reza con confianza: “Padre mío…hágase tu
voluntad”. Pero en la cruz, expresa la desilusión por dirigir la oración
a sólo a “’Dios mío’” con la pregunta: “’¿por qué me
has abandonado?’”
¿Cómo deberíamos entender el dolor tanto psicológico como físico de Jesús
en este Evangelio según San Mateo? Dos verdades parecen particularmente
importantes. Primero, Jesús conoce lo peor de las experiencias
humanas. Podemos acudir a él para consuelo cuando sintamos traicionados
por un confiado, malentendidos por nuestros asociados, o despreciados por el
pueblo. Segundo y más significante, Jesús aguanta todo este sufrimiento
para recompensar por nuestros pecados, sean traiciones de la verdad, anhelos
extraviados, o rechazos de ofrecer la ayuda a los demás. No somos mejores
que la gente en el evangelio, pero reconocemos a un salvador que nos ha ganado
la gracia de su Padre. Tanto él nos ha enseñado, corregido, y suplicado
que nos hayamos librado del pecado. Nos hemos librado del pecado.