DOMINGO III DE PASCUA  CICLO A 

LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS.

No es menor la incertidumbre y el desasosiego que tenemos hoy en el país al desconcierto de los discípulos de Emaús pasada la muerte de Jesús; su angustia fue más larga que los doce kilómetros que distan de Jerusalén al menos la de ellos y las cuarenta y ocho horas de espera se les hizo una eternidad. Qué diremos de nosotros que llevamos sesenta años de violencia y estamos entrando en un posconflicto que deja la impresión de alejarnos de la paz por la polarización y el resto que aún queda por hacerle de la corrupción. En Emaús, aunque el dato arqueológico no es de fácil verificación las enseñanzas son verídicas por lo necesarias.

Si quisiéramos ponerle un sello histórico a lo que nos está ocurriendo el nombre de “Emaús” es perfecto por significar la huida, las preguntas, los prejuicios, la ceguera y la sordera por la falta de escucha; y en lo más profundo la enfermedad del corazón. ¿porque Jesús no nos advirtió? ¿Porque Dios lo abandonó? ¿Qué pasó con lo que dijo y donde está lo prometido? ¿será que no tendremos el reino como salvación de Israel y liberación de los pobres? Tanta angustia no permitía reconocer al amigo de antes y ahora compañero de viaje; además un decepcionado no se percata de nada. Pero Lucas advierte que en su huida se dejaron alcanzar por Jesús. “Entonces Jesús les dijo: ¡Qué insensatos son ustedes y que duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrará en su gloria? “Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a Él” (evangelio). Paradójico que el momento en que no esperaban nada comenzaron a entender; porque lo que pretendían era lo que no les permitía escuchar para poder ver y entender. Antes de la resurrección los discípulos veían a Jesús, pero no lo reconocían; ahora en la resurrección lo reconocen, pero no lo ven por requerir la fe.

Nosotros podemos revertir el camino del país si nos damos por enterados que Jesús camina con nosotros, como en Emaús; el Espíritu del Crucificado Resucitado está dentro de mí y en el interior de los demás, no por invisible más real ni por inaceptado menos presente y actuante. Si la fe es incluyente, nunca excluyente; la acción del Espíritu me llevará a incluir al otro en mí; y al otro su espíritu le permitirá incluirme.

El objetivo de la visita apostólica de Pablo a Roma fue incluir a los excluidos sociales porque no se podía dejar de lado a nadie ya que para eso había muerto y resucitado Jesús. Así, toda exclusión del imperio romano, desplazamientos, empobrecimiento, derechos humanos y cuanto significaba “pax romana” a la sombra de la Jerusalén legalista, era relativizar la persona de Jesús y particularmente su propuesta de paz. Lo anterior exigía un cambio de la sinagoga o el imperio a la comunidad cristiana (Iglesia), signo de reconciliación por la aceptación de los excluidos vinieren de donde vinieren. La lucha por la inclusión como reconciliación, Pablo la llama “conversión” Para Pablo el Espíritu hace posible lo que creemos imposible como en Emaús. En su lucha interior de inclusión podemos contar con la fuerza reconciliadora del Espíritu que está en nosotros por el bautismo. Desde la muerte y resurrección de Jesús la exclusión no es una agonía sino el dolor que requiere todo parto; Pablo termina la carta a los romanos incluyendo en el propio horizonte del amor, incluso, a quienes no tienen la misma fe, “enemigos y autoridades; y en cuanto a vosotros dependa, vivid en paz con todos los hombres” (Rm 12,18). Lucas dice en el relato de Emaús que con el ademán de seguir adelante ya ellos estaban incluidos en la resurrección de Jesús: pero ahora son los discípulos quienes quieren dejarlo a Él incluido en sus vidas para siempre: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer” La posibilidad que llegara otra tarde y volvieran a la oscuridad de Emaús; ya no es posible por estar con el resucitado a quien le faltaba compartir el pan para que definitivamente se les abrieran los ojos y festejaran su presencia: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”

CONTAR LO OCURRIDO.

Así Jerusalén que es nuestro país, lugar de experiencias de muerte, violencia corrupción y polarización, podrá contar con el testimonio de los nuevos discípulos de Emaús para sus hermanos colombianos: “En verdad ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.

Lo que empezó como éxodo terminó como pascua y lo que empezó con angustia terminó en gozo. Lo que al principio era sólo miedo ahora se convierte en fortaleza como signo de lo que es la fe.

Esa también puede ser nuestra historia si media la fe en la cruz y resurrección del Señor.

Jerusalén que es el signo de nuestras experiencias de muerte y violencia podrá contar, desde ahora, con el testimonio que vence todo miedo:” En verdad ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.

La fe es contar lo que Dios ha hecho con nosotros para hacerlo creíble a otros: “ellos contaron lo que les había pasado por el camino y como lo habían reconocido al partir el pan”.

Ahora todo parece nuevo, comienzan a interesarse, a tomar gusto a las Escrituras; Bendijo el pan como lo hacía Él; y los gestos no engañan. Era Él, hace las cosas tal como las hacía Él. Ahora pueden y quieren volver a la comunidad de la que se habían alejado.

La explicación de las Escrituras es una liturgia de la Palabra; el quédate con nosotros es una ofrenda; el partir el pan, una eucaristía y el volver, no es otra cosa que el envío.

Dicho envío hace de la vida cristiana una peregrinación cuya meta es el cielo. Así se presentó la muerte de Juan Pablo II, un retorno a la casa del Dios-Padre, después de una misión que lo hizo “Grande”.