V Domingo de Pascua, Ciclo A

El Resucitado, piedra viva y preciosa del Pueblo de Dios

En este domingo de pascua la palabra de Dios nos lleva a la contemplación del Resucitado a través de otras dos nuevas imágenes bíblicas, la del camino y la de piedra viva y preciosa, que nos lleva a una profundización en el misterio de Cristo en relación con el Padre y con la comunidad de los creyentes como nuevo Pueblo de Dios. La imagen del camino va acompañada de los dos conceptos trascendentales del evangelio de Juan, la verdad y la vida, los cuales proyectan sobre el camino todo el sentido del mismo, revelando hacia dónde conduce su trayectoria y los medios adecuados para la realización del recorrido. El destino último de la vida es el Padre Dios y el seguimiento de Jesús es el camino y la vía de acceso al Padre. La Iglesia, construida por Dios sobre Cristo Muerto y Resucitado, piedra preciosa y angular del mundo, tiene la misión de abrir caminos de unidad en la pluralidad, centrándose siempre en el Evangelio y en el servicio a los pobres, ejes constitutivos de su nueva identidad. El Espíritu sigue actuando en la misión de la Iglesia anunciando a todos los pueblos el camino del Señor Jesús que nos lleva verdaderamente hacia Dios.


“Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Esta sentencia de Jesús, central en el evangelio de este domingo de pascua (Jn 14,1-12), permite contemplar el profundo significado del misterio de Cristo crucificado y resucitado para todo ser humano. El camino es una imagen dinámica que indica el sentido de la vida de Cristo, de su muerte y de su resurrección, y su orientación hacia Dios Padre. Ésta es la verdad y la vida de la que él quiere hacernos partícipes a todos sus hermanos, para que todos lleguemos a la comunión viva con el Padre. La búsqueda y el conocimiento de la verdad pertenecen a las grandes cuestiones de la historia de la filosofía. Por su parte, entre los textos bíblicos son los escritos de Juan los que más ampliamente abordan el tema de la verdad. En Juan convergen dos concepciones diferentes de la verdad, una de origen griego, en la que prevalece el sentido etimológico de aletheia como realidad oculta que se desvela y se revela, pero que hay que descubrir, y otra procedente de la palabra hebrea emet (de la misma raíz que amén), en la que confluyen la firmeza, la fidelidad, la confianza y la lealtad. Respecto a la primera, el gran filósofo español del siglo XX, Ortega y Gasset, dice en las Meditaciones del Quijote que “quien quiera enseñarnos una verdad, que nos sitúe de modo que la descubramos nosotros”. La auténtica relación del hombre con la verdad es la que se da en el proceso de descubrimiento, al quitar el hombre con su intelecto aquello que oculta a las cosas con objeto de que éstas se le manifiesten en su desnudez. La realidad última de las cosas, de las personas y de Dios permanece oculta en su apariencia. En la búsqueda de la verdad hasta llegar a su conocimiento se requiere humildad, valor y agudeza espiritual, pues la chispa gozosa de la verdad destella sólo cuando el ser humano se va quedando desnudo de prejuicios y va quitando el velo de las adherencias que enmascaran toda realidad. Ese doble desnudamiento de las cosas y de sí mismo ante ellas es el que descubre paulatinamente la verdad. En Jn 8,32 aparece otro dicho magistral de Jesús acerca de la verdad: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.


En este sentido Jesús es la verdad que nos revela al hombre y a Dios. Jesús es la verdad hecha carne cuya firmeza y radicalidad pone en evidencia la mentira de los poderes de este mundo, en el ámbito político ante Pilatos y en los círculos religiosos ante los fariseos y los dirigentes judíos. De ahí que todo seguidor de Jesús está comprometido con la misma verdad que él encarnó, en la que él vivió y por la que lo mataron. Permanecer en Cristo significa, por tanto, identificarse con la palabra y con el espíritu de la verdad como único camino de vida y de libertad. Permanecer en la verdad es estar dispuestos a vivir un amor seriamente comprometido con el desenmascaramiento de las mentiras de la realidad humana del momento presente. Ser de la verdad es estar estrechamente unidos como piedras vivas a la piedra viva, que es Jesús Resucitado.


La piedra viva y preciosa es la otra imagen en la liturgia de hoy y está tomada de un texto petrino (1Pe 2,4-10), que es de una densidad teológica extraordinaria. En él predomina la imagen de la piedra especialmente aplicada a Cristo. Con motivos, citas y alusiones del AT, se habla de Jesús, el Señor, la piedra viviente, rechazada por los hombres, elegida y preciosa para Dios, piedra angular y de tropiezo. El rechazo de esta piedra se refiere a la pasión y muerte de Jesús, los momentos históricos más concretos que culminan el rechazo de la piedra por parte de los constructores. Los constructores son los dirigentes religiosos del pueblo de Israel en la época de Jesús, cuya falsedad, hipocresía y envidia pueden ser el exponente de una religiosidad sólo aparente, que contrasta enormemente con la religiosidad auténtica que vive de la palabra. Pero el texto destaca sobre todo a Cristo como piedra viviente y preciosa a través del proceso concreto que implica el misterio pascual y por eso es el fundamento de una nueva construcción, el vínculo de una nueva comunión, que une a los seres humanos entre sí poniéndolos en relación con Dios.

Junto a Cristo como piedra viviente están también todos los cristianos como comunidad mesiánica de piedras vivientes, regenerados por la resurrección de Cristo. Ellos forman una casa espiritual y tienen la misión de ofrecer sus propias vidas como sacrificio espiritual en el ejercicio de su función sacerdotal (Éx 19,5-6). Pero el rechazo del Cristo viviente repercute indiscutiblemente en la identidad cristiana y eclesial. La piedra viviente que ha sido rechazada por los hombres sugiere también el rechazo del evangelio, como palabra viviente de Dios (1 Pe 1,23.25; 4,17; 3,1) y, el desprecio de los cristianos, como piedras vivientes, rechazo que se hace patente en los textos sobre el sufrimiento como consecuencia de la hostilidad ambiental imperante. El realismo de estas consideraciones ha de servir en el tiempo presente como fundamento de la esperanza cristiana y como correctivo de todo tipo de triunfalismo eclesial, pues los cristianos nos consideramos miembros vivos de una comunidad creyente, elegidos y edificados por Dios como casa espiritual fundada sobre Jesucristo, piedra viviente, pero conscientes de que ésta, el Cristo viviente, sigue siendo piedra rechazada por parte de los hombres.

El final de este texto recoge una serie de atributos que muestran la concepción de Iglesia por parte del autor de la Carta. Todos ellos son alusiones al AT: «Un linaje elegido (Is 43,20), un ámbito del Reino, un organismo sacerdotal, una gente santa (Éx 19,6), un pueblo adquirido por Dios (Éx 19,5; Is 43,21) para anunciar las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (Is 43,21). De este modo, el autor recapitula, con expresiones corporativas de las tradiciones bíblicas, aspectos esenciales de la comunidad cristiana. La traducción alternativa, ofrecida aquí como interpretación exegética, a la formulación tradicional “sacerdocio real” pretende reflejar el carácter sustantivo de los dos términos originales griegos (basileion, ierateuma) y su valor autónomo como conceptos corporativos de la Iglesia, superando así la dependencia entre adjetivo y sustantivo plasmada en la traducción latina de la Vulgata (regale sacerdotium) respecto al texto petrino. En el Concilio Vaticano II la iglesia católica ha recuperado la centralidad del carácter sacerdotal de los laicos en la concepción del Pueblo de Dios, promoviendo, como derecho y como deber, la participación plena, consciente y activa de todos los fieles en la liturgia (SC 14) y mostrando su identidad de pueblo mesiánico y sacerdotal (LG 9), pues tanto el sacerdocio común de los fieles como el sacerdocio ministerial participan a su manera del único sacerdocio de Cristo (LG 10, 34). Con esta interpretación se subraya que la Iglesia es Reino de Dios, un ámbito en el que Dios reina, y que sirve a la expansión del señorío de Dios sobre el mundo. La Iglesia es Reino, pero no es el Reino, sino que lo sirve mediante el testimonio de vida y la difusión de la Palabra del Evangelio, que es palabra de de verdad y de vida.

En el comienzo de la Iglesia naciente en Jerusalén (Hch 6,1-7) se perciben dos problemas entremezclados, el de la desatención a sectores necesitados de la comunidad, las pobres viudas de los judeocristianos helenistas, que son los judíos, de lengua y cultura griegas, convertidos al cristianismo y el de la discriminación de los helenistas por parte de los judíos hebreos convertidos también al cristianismo. Con la elección de los siete helenistas al servicio de las mesas de los pobres se resuelven armónicamente los dos problemas en una Iglesia que con la fuerza del Espíritu va abriendo su perspectiva misionera sin fronteras para que en todos los pueblos siga avanzando la Palabra de Dios, se siga atendiendo a los marginados y se rompa todo tipo de fronteras o de barreras étnicas, lingüísticas, nacionales.

Es una Iglesia misionera que se organiza en su interior desde la pluralidad para garantizar en la unidad los ejes fundamentales de su identidad, que son la predicación de la Palabra de la salvación, el testimonio convincente de vida con la fuerza del Espíritu y el servicio a los pobres, sin que tengan que contraponerse unos ministerios a los otros. En efecto, servir a los pobres, predicar el Evangelio, organizarse como un “organismo sacerdotal” de servicio a Dios y a su Reino son claves que facilitan la gran misión de la Iglesia que consiste en anunciar, con el testimonio y la palabra, las proezas del que nos llamó y nos llama a todos a salir de las tinieblas del mal, del pecado y de la muerte, para llevarnos a su luz maravillosa y así nos constituye en el nuevo Pueblo de Dios que, por misericordia divina, hace de todos los creyentes misioneros de la misericordia.


José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura