La Ascencion
del Señor, Ciclo A
La Ascensión del Señor nos llama a
transformar la tierra en un cielo
Hoy es el día
de la Ascensión del Señor. Esta fiesta celebra también la resurrección de
Jesucristo pero con categorías distintas. De igual manera que en la
resurrección se celebra el triunfo de Jesús sobre la muerte y sobre todo lo que
ella lleva consigo, es decir, sobre el pecado y el mal que tenía atrapada a la
humanidad como en un callejón sin salida, desde las categorías históricas de un
acontecimiento temporal, asimismo la ascensión es la representación en
categorías espaciales de dicha victoria y nos permite la contemplación de ese
misterio a partir de los relatos bíblicos que narran que Jesús es elevado al
cielo junto a Dios Padre y, sentado a su derecha, participa de su misma gloria.
En los dos
textos sobre la ascensión (Lc 24,50-51; Hch 1,3-11) queda de manifiesto la exaltación gloriosa de
Jesús, que sube desde esta tierra al cielo. Para ello Lucas se sirve de motivos
y esquemas literarios y teológicos del Antiguo Testamento, relativos a la
ascensión de Elías (2 Re 2,1ss.), al día del Señor (Mal 3,23), al Hijo del
Hombre (Dn 7,13) y al doble proceso de humillación y
exaltación de la figura del siervo de Dios en el cuarto cántico de Isaías (Is 53), a la glorificación del justo sufriente (Sab 5,1-5), así como a la entronización del Mesías (Sal
110,1) y a la elevación del desvalido y del pobre (1 Sam 2,6-10). Es
significativo el hecho de que esos ascensos son realizados siempre por Dios. No
se trata de un ascenso conseguido sino otorgado por Dios. También con Jesús
ocurre lo mismo, lo cual revela el profundo carácter teológico de la ascensión,
pues el Dios de Jesús es el Dios que levanta del polvo al crucificado y, en él
y con él, al indigente, al pobre y a todos los que sufren (cf. Sal 113,7).
Con todos
estos elementos Lucas subraya la continuidad y la discontinuidad entre el
crucificado y el resucitado. Pero en el misterio de la ascensión se pone de
manifiesto el cambio total de presencia de Jesús Resucitado en la historia. El
relato de la ascensión es de carácter mítico y significa que Dios ha exaltado a
la persona de Jesús y ha marcado su vida de entrega hasta la muerte con el
sello eterno del amor que da vida y la comunica a todos los seres humanos. Con
todo, la descripción lucana no implica tanto la desaparición de Jesús de esta
tierra, cuanto su nueva presencia trascendente en la historia a través del
grupo de los testigos, los hombres y las mujeres que recibieron un nuevo
dinamismo del Espíritu. La ascensión es a la vez una fiesta de esperanza puesto
que con Cristo se hace viable la ascensión de todo ser humano para ser y vivir
con la dignidad de hijos de Dios. Con Cristo que nos precede hasta el Padre
Dios todos ascendemos.
En el
fragmento final del Evangelio de Mateo (Mt 28,16-20), texto cumbre y clave
interpretativa del mismo, Jesús Resucitado se aparece a los Once discípulos en
una montaña de Galilea. El protagonista de la escena es Jesús. Todos los
elementos resaltan la aparición del Resucitado como una Cristofanía.
Con el esquema de presentación de las teofanías, o manifestaciones de Dios, en
el Antiguo Testamento en los relatos de vocación-misión, el evangelista Mateo
compone una escena de exaltación del Resucitado, que se revela abiertamente
como Dios a los Once Discípulos para encomendarles la misión definitiva y
universal (Éx 3,9-12; Jr
1,5-8). En lo alto de una montaña de Galilea se revela Cristo Resucitado, como
en el Sinaí lo hiciera Dios con Moisés para dar las palabras de la Alianza a su
Pueblo por medio de Moisés. El evangelio de Mateo había empezado los discursos
de Jesús sobre una montaña, con el Sermón de la Montaña, proclamando la
soberanía del Reino de Dios como anuncio de dicha y de alegría para los pobres,
para los indigentes y para los discípulos. Ahora, aún en medio de las dudas
para creer, los discípulos adoran a su Señor, reconociendo así la divinidad de
Jesús.
Jesús tiene
la iniciativa en la actividad misionera y evangelizadora y por eso se dirige a
ellos con un triple mensaje que consiste en la Revelación de su identidad, en
el Encargo misionero y en la Promesa de su presencia continua.
La autopresentación de Jesús Resucitado corresponde a una
presentación divina, como si de un Pantócrator
bizantino se tratase. Entre el cielo y la tierra, el Resucitado, Señor de la
vida y de la historia, abre el camino definitivo de la humanidad hacia Dios. El
discipulado adora a Jesús glorioso y escucha sus últimas palabras sobre la
tierra, aprende lo esencial de su mensaje y se dispone a anunciar este mensaje
a la humanidad.
El encargo
misional de Jesús consta sólo de un imperativo: "hagan discípulos a todos
los pueblos". El mandato no tiene fronteras, es un envío de carácter
universal, que impulsará a los enviados a convertir en discípulos a todas las
gentes y pueblos, a todas las etnias y culturas, para hacer una sola familia
humana en torno al único Dios y Padre de Jesucristo. Hacer discípulos consiste
en dar a conocer a Jesús para hacer que otros lo sigan. Para ello deben
aprender el nuevo estilo de vida propuesto por Jesús y estar dispuestos a
seguirlo hasta la cruz con todas sus consecuencias. Los otros verbos del
encargo están subordinados al de "hacer discípulos", pues para esto
es preciso ir, bautizar y enseñar. La comunidad cristiana no puede quedarse
estática contemplando al Resucitado, sino que debe ponerse en marcha.
Los otros dos
verbos, en forma no personal, expresan el modo concreto de hacer discípulos:
"bautizando" y "enseñando". Son actividades íntimamente
vinculadas. Bautizar es consagrar a las gentes al Padre, Hijo y Espíritu Santo,
para que se incorporen a la vida del amor que tiene en la Trinidad su más
radical identidad, porque Dios es Amor. Pero no se trata sólo de bautizar sino
también de "enseñar" todo lo dicho por Jesús a lo largo de los cinco
discursos del evangelio de Mateo. La enseñanza del nuevo mensaje de Jesús,
acerca del Padre, del Espíritu, sobre el Reino de Dios y su justicia, y acerca
de la transformación que debe efectuarse en todo auténtico discípulo y
discípula, no es secundaria ni relativa, sino condición indispensable para
comprender las implicaciones de la pertenencia al discipulado en el seguimiento
del Crucificado y Resucitado.
Finalmente,
una palabra que suscita la esperanza, la alegría y el consuelo: Es la promesa
de una presencia continua del Resucitado a lo largo de la historia. El Dios con
nosotros, Emmanuel, anunciado en Isaías y reconocido en el nacimiento de Jesús,
es el resucitado ya glorificado, y está presente en el aquí y ahora de esta
historia nuestra. No es sólo una presencia de futuro, sino de presente durativo
e inacabado. Su presencia en el mundo está asegurada por él mismo pero la
modalidad de su presencia no está enclaustrada en el mundo de los sentidos,
sino que es una presencia real y viva. Lo es en forma sacramental en cada
Eucaristía y en cada palabra del Evangelio, pero también lo es, aunque parezca
imperceptible en cada hermano que sufre en el mundo (cf. Mt 25,30ss).
Para los
discípulos y para nosotros esa presencia se convierte en la gran fuerza de la
misión evangelizadora, como ocurrió en la vocación de Moisés (cf. Ex 3,12). El
resucitado glorificado continúa su presencia en esta historia a través de sus
testigos. Por eso como Iglesia no podemos quedarnos paralizados mirando al
cielo, sino que con los pies en la tierra, en el amor a los que sufren y con la
fuerza del Espíritu seamos capaces de ir transformando esta tierra encadenada y
doliente en un verdadero cielo de alegría y libertad. Con Cristo ascendemos
todos, pues él es la Cabeza de un Cuerpo llamado a vivir la plenitud de la
Pascua. La Ascensión del Señor no es la fiesta de un alejamiento del Resucitado
ni de una ausencia de Jesús de la historia, sino la consumación de una cercanía
de la Humanidad en Cristo junto al Padre, y por ello constituye el horizonte de
gloria para la misión permanente y transformadora de la Iglesia en el mundo,
que nos impulsa a vivir la religión no yéndonos por las nubes del cielo sino
pisando tierra con el corazón puesto en Dios. Feliz día de la Ascensión.
José
Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura.