Solemnidad. Domingo de Pentecostés,
Ciclo A
El Espíritu firme, santo y generoso
La fiesta de
Pentecostés señala el fin de la Pascua, la etapa litúrgica en la vida de la
Iglesia que cada año permite renovar la vida de los creyentes por la
participación en los misterios de la fe, que tienen su eje en la pasión, muerte
y resurrección de Jesús. La venida del Espíritu Santo sobre
los discípulos y discípulas, motivo de la fiesta de Pentecostés, es el
fruto principal y definitivo de la Pasión de Cristo y marca el comienzo
de la Iglesia, haciendo de los discípulos una comunidad viva, dinámica,
plural, evangelizadora y misionera. Desde el comienzo de la cuaresma invocamos
en la oración del Salmo 50: "Renuévame por dentro con Espíritu
firme, no me quites tu santo espíritu, afiánzame con espíritu generoso",
para que se realizase en nosotros la transformación de nuestra mente y de nuestro
espíritu, quebrantado y humillado. Ahora se lleva a cabo esta transformación
por la comunicación del Espíritu de Cristo muerto y resucitado en el corazón de
las personas que lo invocan. El
Espíritu firme, santo y generoso de Cristo se
comunica a través de la palabra del Evangelio transmitida e interpretada en la
fe de la Iglesia.
La Biblia relata
el misterio de la venida del Espíritu en dos versiones. El texto
lucano de los Hechos de los Apóstoles (Hch
2,1-13) lo presenta en el día de Pentecostés como una manifestación
portentosa de Dios, con los elementos simbólicos del viento,
del ruido y del fuego, signos de la potencia divina, que impulsa al
testimonio de la fe en la diversidad de lenguas, pueblos y culturas. Esa misma
diversidad de dones que emanan de un mismo Espíritu de amor es destacada por
Pablo (1 Cor 12,1-31) poniendo de relieve el valor de
la pluralidad de los miembros y funciones de la comunidad cristiana edificada
por el amor para formar un solo cuerpo. La efusión del Espíritu según
el cuarto evangelio (Jn 20,19-23) se presenta de un
modo más personal. Es el mismo Jesús resucitado, inconfundible por las
señales propias del crucificado en las manos y el costado, el que exhala sobre
los discípulos su aliento y su Espíritu.
El relato de la
aparición del Resucitado a los discípulos en el cuarto evangelio (Jn 20,19-23) subraya la identidad del crucificado y
resucitado, destaca la donación del Espíritu del Resucitado a
los apóstoles y resalta que el medio adecuado para comunicar la fe en el Resucitado
es el testimonio y la palabra. La victoria sobre la muerte y sobre el mal es el
comienzo de la nueva creación. El realismo de la muerte violenta e injusta
sufrida por Jesús como víctima de los poderes de este mundo ha dejado la huella
imborrable de la limitación humana en aquel cuyo amor ha traspasado
definitivamente el límite en virtud de su apertura al Espíritu transformador de
Dios. Jesús, Señor de la muerte y la vida, sigue dando su aliento de vida,
soplando su fuerza de amor e infundiendo su Espíritu divino a la humanidad
entera. Juan cuenta la comunicación del Espíritu por parte de Jesús como
un nuevo aliento, una nueva atmósfera, un nuevo brío. La literalidad
del texto original griego resalta el énfasis cualitativo: "Recibid
Espíritu santo". El Espíritu de Cristo da un nuevo vigor al ser humano que
quiera recibirlo.
Este
Espíritu se hace
presente en la historia de modo singular como palabra generadora de
vida nueva. La palabra es soplo, aliento, aire y espíritu articulado, cuya
potencia es vital. Pero Jesús lo sigue haciendo desde dentro de la historia, en
medio del sufrimiento y de la injusticia de la vida humana, a través de la
palabra y del testimonio de los creyentes. Creer en el resucitado es seguir al
crucificado y reconocer al Jesús de la cruz como Mesías, Señor e Hijo de Dios.
Esta fe genera un nuevo estilo de vida que supera todos los miedos y se
nutre continuamente de los dones del Espíritu: la paz verdadera y la
alegría plena. Es el mismo Jesús resucitado, inconfundible por las señales propias
de su crucifixión en las manos y el costado, el que exhala sobre los discípulos
su aliento y su Espíritu, de modo que éstos sean receptores y, a la vez, testigos
de la paz, de la alegría y del perdón en el mundo.
El Espíritu que
viene sobre nosotros, como vino sobre los primeros creyentes, irrumpe en el
mundo y lo podemos sentir como viento fuerte, como ruido impetuoso,
como fuego abrasador, que nos saca de la inercia anodina de la
pasividad, del indiferentismo, de la abulia colectiva, del miedo paralizante,
de la desidia y de la resignación ante el mal imperante. Es un Espíritu Firme. Ante la
impotencia que parece provocar en nosotros el mal en sus múltiples
manifestaciones, el del narcotráfico que aniquila a tantos jóvenes, el de la
corrupción que destruye la dignidad y la credibilidad de las personas e
instituciones, el del interés meramente económico absolutizado por las minorías
pudientes del planeta, como si fuera el dios más absoluto, el de la violencia
estructural tanto del sistema social como de la inseguridad ciudadana, el de la
carencia de trabajo para tantas personas, es posible, sin embargo, esperar al
Espíritu de la vida que viene también hoy a comunicar sus dones y ponerlos a
nuestro alcance y al alcance de todos.
Esos dones
del Espíritu Santo son siete, según la tradición profética (cf. Is 11, 1-2): sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza,
ciencia, piedad y temor de Dios. Todos ellos pertenecen en plenitud al
Mesías. Y por ello Jesús, el Mesías crucificado y Señor de la historia, el Santo
y el Justo, puede comunicarlos a sus hermanos y lo hace en este día de
Pentecostés. Su espíritu es el Espíritu
Santo.
Esos dones deben
producir en nosotros los frutos que le son propios: caridad,
gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad,
modestia, continencia, castidad (cf. Gá 5,22-23). Es el Espíritu Generoso de Cristo, invocado también en el
Salmo 50.
El Espíritu es también el que nos capacita
para permanecer en la Nueva Alianza con Dios. La Alianza es la
que fue sellada con la Pascua y la Sangre del Señor. Esa nueva Alianza
inaugurada irreversiblemente por Cristo consiste en la participación de todo
corazón humano en la misma transformación espiritual que Jesús llevó a cabo con
la entrega de la propia vida, abriéndose al Espíritu de Dios en medio del
sufrimiento injusto de su pasión. La transformación del corazón humano,
experimentada y comunicada por Cristo a todo ser humano es el dinamismo del amor
inscrito en el interior de cada persona y mediante el cual todos, hombres y
mujeres, grandes y pequeños, judíos y cristianos, tenemos acceso a Dios gracias
a Jesús, único mediador de la Alianza Nueva (Heb
9,11-15), que nos capacita por medio de Cristo para vivir el perdón definitivo
de Dios y para no pecar ya más. En esa radical transformación del
corazón humano anida la más profunda alegría del Espíritu, firme, santo y
generoso.
La presencia de
la Virgen María, madre de Jesús (Hch 1,14) y
madre nuestra, es muy importante en el comienzo de la Iglesia
naciente, pues la apertura al Espíritu por parte de la colmada de gracia al
principio del evangelio de Lucas (1,35) hizo posible el nacimiento del Mesías
y, de la misma manera, su presencia al principio de los Hechos de los
Apóstoles, segunda parte de la obra de Lucas, la hace partícipe del nacimiento
de la Iglesia, que es la continuadora de la misión del Espíritu del Resucitado
a lo largo de la historia humana. La compañía de María como madre de Jesús y
madre de la Iglesia es como la garantía del Espíritu transformador de
los corazones y el aval de la gracia sobreabundante en la vida humana y en la
Iglesia. Se le podría llamar, por eso, prenda del Espíritu.
En la Misión
permanente de la Iglesia Latinoamericana necesitamos también un Pentecostés
permanente, para que el Espíritu impulse al testimonio de la vida en el
amor a todos los creyentes, de modo que seamos testigos comprometidos
de la verdad, de la libertad y de la justicia, que son los valores que conducen
a la verdadera paz. Y pidamos también que el Espíritu infunda inteligencia y
sabiduría, especialmente a los dirigentes del mundo y a todos nos de la
capacidad para vivir el perdón, que es fuente de alegría y de consuelo en la
vida humana. Feliz Pascua de Pentecostés.
José Cervantes
Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura