10ª semana, tiempo
ordinario. Sábado: Mt 5, 33-37
Jesús estaba explicando
algunos mandamientos de la ley de Dios. Hoy nos trae el evangelio una parte
relativa al segundo o más bien al octavo mandamiento. Es el enaltecimiento de
la verdad. No debemos hacer juramentos en vano, sino que nuestra vida sea
sincera, actuando en la verdad, que es lo contrario de andar en la mentira.
Estas reflexiones de Jesús
en el sermón de la montaña iban directamente contra el proceder de los
fariseos, que se fijaban más en lo externo y no les importaba ir contra lo
interno, que es donde, según Jesús, está principalmente la religión. Por ello
la vida religiosa de los fariseos caminaba sobre una gran mentira o falsedad. Y
recordamos que el demonio es el señor de la mentira.
Hoy nos viene a decir Jesús
que, si nuestra vida camina en la verdad, no es necesario el decir juramentos.
Todos sobran. Basta con hablar con claridad: sí o no. Jesús no se queda sólo en
lo negativo, en el no jurar, sino que nuestra vida resplandezca de claridad
ante todos, como en realidad está clara ante Dios.
En primer lugar recuerda lo
que ya estaba en la ley antigua: No hay que jurar en falso. Es decir, que es
pecado cuando alguien toma el nombre de Dios para testificar una mentira. Es
hacer a Dios autor de una falsedad. Esto es algo así como el gran pecado que
Jesús censuraba como pecado contra el Espíritu Santo, al querer hacer a Dios
mentiroso (o tener a Jesús como príncipe de los demonios).
Pero hoy Jesús da un paso
más. No hay que poner a Dios por testigo (eso es lo que significa hacer un
juramento) ni aunque lo que se proclame sea una verdad. Esto es porque la
verdad se debe proclamar por sí sola o por nuestra palabra, si nuestra palabra,
expresión de la vida, está en la verdad.
La mentira es algo, no sólo
que abunda de una manera descarada, sino que abunda más porque puede ser
disimulada de diferentes maneras. Hay muchas cosas no dignas que se realizan
pensando sólo en rozar el mal porque la mentira no es descarada. Eso pensaban
los fariseos, ya que veían que era malo poner a Dios como testigo de
algo. Por lo tanto, en vez de pronunciar el santo nombre, juraban “por el
cielo”, “por Jerusalén” o por la propia “cabeza”.
Jesús hoy nos dice en el
evangelio que también es malo jurar por todo ello, ya que en definitiva es
poner a Dios por testigo, cuyo trono está en el cielo, que domina la tierra y
todos nuestros cabellos. Hay personas que tienden a mentir o decir
exageraciones, de modo que quienes les conocen no suelen creerles lo que dicen.
Entonces, para que les crean, abundan en exclamaciones y juramentos. Lo que
deben hacer es llevar una vida en la verdad, de modo que lo que digan sea
creíble.
Jesús
nos dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. No es que tuviera la verdad,
sino que era la verdad. Un verdadero discípulo de Jesús debe tender a unirse
con Él con toda el alma y toda su vida. Por lo tanto debe tender a
transparentar la verdad. No sólo a decir siempre la verdad, sino que su vida
sea una verdad. Por lo tanto no necesita hacer juramentos o poner testigos
externos. Quien sea honrado debe saber sintonizar con quien pretende ser
honrado desde el centro de su ser.
El hecho de hacer un
juramento es también poner en duda la honradez del interlocutor. Piensa que
será más creído. No debería ser, aunque desgraciadamente estamos envueltos
entre redes de mentiras y falsedades. Comencemos cada uno por ser sinceros y la
red de la verdad se irá multiplicando.
Hay ocasiones que en
nuestra sociedad limitada y de paso es conveniente hacer un juramento: para
testificar en un juicio o en un pronunciamiento solemne. Más se debe a la
costumbre que a una realidad de reforzar la veracidad de la palabra. Esto no
excluye para que en la vida práctica tengamos en cuenta el consejo o mandamiento
propio de Jesús y nos acerquemos en nuestra vida a quien es la Verdad plena.