11ª semana del tiempo ordinario.
Viernes: Mt 6, 19-23
Esta parte del “sermón de la montaña”
podemos tomarla como una explicación de la primera bienaventuranza. Tiene dos
partes. La primera nos habla del poner el corazón en el verdadero tesoro que
está en el cielo.
Todos tenemos deseos de tener. Es algo
instintivo. Lo que pasa es que muchas veces confundimos los valores de las
cosas. Nos solemos apegar con demasiada facilidad a las cosas terrenas, porque
son las que vemos más inmediatas. Hoy nos dice Jesús que éstas perecen
fácilmente.
Y para exponerlo con mayor relevancia,
pone el ejemplo de la carcoma o la polilla. Son cosas que apenas se ven, pero
que van destrozando lo material. Así es todo lo temporal. Sin embargo tenemos o
podemos tener unos ideales más elevados y que nunca terminarán, como son los
bienes del cielo. En ellos vale la pena poner nuestro corazón. Es el tesoro más
grande,
Las cosas no se miden por el
tamaño. Por ejemplo: vale mucho más una
perla preciosa, aunque sea bien pequeña que un gran montón de basura. Así es la
comparación del tesoro del cielo comparado con las cosas terrenales. Los santos
lo veían muy claro. Por eso, después de saber cuál era el gran tesoro, se
lanzaban a poseerlo con todas sus ansias.
Todas las cosas terrenas pueden fallar
cuando uno menos lo espera. Dios nunca falla. Quien ha comprendido todo esto
fácilmente llega a comprender la primera bienaventuranza y desea ser pobre de
espíritu.
La segunda parte del evangelio de hoy
tiene ciertas dificultades, pues los traductores técnicos lo hacen de diferente
manera. En la mayoría de las biblias suele decir algo parecido a esto: “La
lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo del cuerpo está sano, todo el cuerpo
estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo está en
tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece ¡Cuánta oscuridad habrá!” Esto se parece un poco a aquello de la sal:
“Si la sal se desvirtúa ¡con qué se la salará?” (Mt
5,13).
Pero hay otros intérpretes que se fijan
en los símbolos que
Quiere decir que si nuestras miras son
generosas, todo nuestro cuerpo será luminoso; pero si las miras son tacañas,
todo el cuerpo será tenebroso. Por lo tanto, si la fuente de la luz está a
oscuras, es terrible la oscuridad.
Es una explicación del “pobre de
espíritu”. Éste es quien es desprendido porque confía en Dios. Y como quien
está unido a Dios debe estarlo por el amor, quien confía en Dios es al mismo
tiempo espléndido: emite la luz recibida de Dios y al mismo tiempo es generoso
dentro de sus posibilidades.
Pero si uno es pobre porque está en la
miseria material y al mismo tiempo es tacaño porque se mira a sí y no pone su
confianza en Dios, entonces ¡Qué miseria más grande y qué terrible oscuridad!
Ser pobre de espíritu no está reñido con
el ser generoso y el ser espléndido. Somos espléndidos si damos a Dios nuestro
ser, que es suyo, y sabemos entregarnos a los demás en obras de caridad. Ellas
transmitirán la luz que Dios ha ido colocando en aquellos “pobres de espíritu”.