Natividad de San Juan Bautista
PRIMERA
LECTURA
Te hago luz de las
naciones
Lectura del libro de Isaías 49, 1-6
Escuchadme,
islas; atended, pueblos lejanos: Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó;
en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada
afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó
en su aljaba y me dijo: «Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.» Mientras
yo pensaba: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis
fuerzas», en realidad mi derecho lo llevaba el Señor, mi salario lo tenla mi
Dios. Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo, para
que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el Señor,
y mi Dios fue mi fuerza-: «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus
de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las
naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.»
Sal 138, 1-3.
13-14. 15
R. Te doy gracias, porque me has escogido
portentosamente.
SEGUNDA
LECTURA
Antes de que
llegara Cristo, Juan predicó.
Lectura del libro de los Hechos de los
apóstoles 13, 22-26
En
aquellos días, dijo Pablo: -«Dios nombró rey a David, de quien hizo esta
alabanza: "Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón,
que cumplirá todos mis preceptos." Según lo prometido, Dios sacó de su
descendencia un salvador para Israel: Jesús. Antes de que llegara, Juan predicó
a todo Israel un bautismo de conversión; y, cuando estaba para acabar su vida,
decía: "Yo no soy quien pensáis; viene uno detrás de mí a quien no merezco
desatarle las sandalias." Hermanos, descendientes de Abrahán y todos los
que teméis a Dios: A vosotros se os ha enviado este mensaje de salvación.»
EVANGELIO
El nacimiento de
Juan Bautista. Juan es su nombre.
Lectura del santo evangelio según san
Lucas 1, 57-66. 80
A
Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus
vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la
felicitaban. A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban
Zacarías, como a su padre. La madre intervino diciendo: -«¡No!
Se va a llamar Juan. » Le replicaron: -«Ninguno de tus parientes se llama así.»
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió
una tablilla y escribió: «Juan es su nombre.» Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente
se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los
vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de
Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: -«¿Qué
va a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba
creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se
presentó a Israel.
La importancia de llamarse Juan
La tendencia de hacer de los hijos
“clones” de sus padres, llamándoles con el mismo nombre, se ve que es cosa que
viene de lejos. También en el Israel de los tiempos de Jesús existía esta
costumbre. Sin embargo, no hay semejanzas ni parentescos que puedan anular o
disminuir la irrepetible originalidad de cada uno. Lo recordaba
con su peculiar fuerza expresiva Khalil Gibram,
cuando, en “El Profeta”, a la petición “háblanos de los niños” comienza respondiendo
“vuestros hijos no son hijos vuestros. Vienen
a través vuestro, pero no vienen de vosotros. Y, aunque están con vosotros, no
os pertenecen”. De ahí la importancia del gesto de Zacarías, secundando
a su mujer Isabel, de darle a su hijo el hombre de Juan. Zacarías significa “El
Señor se acuerda”; y, aunque ese nombre tiene sentido en la situación de un
hijo inesperado en la vejez, le cuadra mejor a sus padres, pues tiene una
inevitable referencia al pasado. El nombre de Juan, “Dios es propicio” (o misericordioso),
y también “Don de Dios”, habla de la inminencia de la novedad que Juan habrá de
preparar. Zacarías, viejo y mudo, es una buena imagen del Antiguo Testamento, que apenas
tiene ya nada que decir, pero que recibe todavía fuerzas para dar un último
fruto que pondrá punto final a esa larga historia del Dios de las promesas,
depositadas en Israel, pero efectivas para todo el mundo, y dará el testigo a
una época nueva, la del cumplimiento. Al darle el nombre de Juan, Zacarías
intuye una novedad que el Bautista no inaugura, pero a la que abre el camino
ante la inminencia de su venida.
En
el nombre va implícita la misión que el hombre tiene que desempeñar en la vida,
es decir su vocación. A veces, ante una conversión radical, se exige un cambio
de nombre, que significa un cambio de vida. Es el caso del nombre nuevo, Pedro,
que Jesús le da a Simón, el hijo de Juan. También es frecuente que los adultos
que acceden al bautismo elijan un nombre nuevo; o los que se consagran a Dios
al hacer su profesión religiosa. En un contexto de vida cristiana ha sido
tradición dar nombres de santos, que son modelos de auténtica vida cristiana.
En
Juan, cuya cercanía con Jesús la expresa la liturgia en el hecho de que reserva
el término “natividad” sólo para el nacimiento de Jesús, de María y del mismo
Juan, descubrimos algunos rasgos esenciales de la vocación humana y cristiana.
En primer lugar, la llamada: desde el
seno materno el hombre está llamado a cumplir una misión en la vida. Es
importante entender que no se trata de un destino ineludible que esté escrito
de antemano; este carácter abierto de la llamada se expresa muy bien en la
pregunta que “todo se hacían”: “¿qué va a ser de este niño?” Se trata, pues, de
una llamada dirigida a la propia libertad y que el ser humano debe realizar
tomando decisiones propias para responder a ella.
En
segundo lugar, esta llamada que debe ser libremente respondida nos dice ya que la vida tiene sentido y que ese sentido
comparece desde el mismo momento de su concepción. Por tanto, somos
responsables no sólo de nuestra propia vida, sino también de la vida de los
demás, que nos es confiada cuando ésta no puede todavía valerse por sí misma. Ahora
bien, esta proclamación de sentido puede ser impugnada y lo es con mucha
frecuencia. Tenemos permanentemente la tentación de reducir nuestra vida a un
cúmulo de casualidades, que vacían de sentido nuestra existencia: “En vano me
he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”. Existen ciertamente
experiencias vitales de decepción y frustración que pueden inclinarnos a pensar
así. Pero si se considera atentamente, caemos en la cuenta de que la misma
decepción y frustración hablan de sentido, de expectativas que, por algún
motivo, no han podido realizarse. Cuando alguien proclama que la vida carece de
sentido lo hace siempre con un deje de protesta que reconoce implícitamente el
sentido que niega. Si la vida careciera de todo sentido, ni siquiera nos
daríamos cuenta de ello y no haría falta proclamarlo.
Así
pues, Juan, desde el seno materno nos habla de un sentido que es vocación
(llamada) y misión, y que es, además, servicio.
Este es el tercer rasgo esencial que debemos señalar en la vocación humana y
que en Juan es especialmente visible. La misión de Juan es la de abrir camino y
luego hacerse a un lado, disminuir él, para que crezca Jesús. Realmente, para
poder realizar la propia misión en la vida hay que saber que estamos al
servicio de algo que es más grande que nosotros y que, por tanto, no es
demasiado importante figurar y estar en el centro. Los grandes acontecimientos,
igual que los grandes personajes no serían nada si no fuera por una multitud de
personas que, sin figurar especialmente, han vivido con fidelidad su propia
vocación y han allanado el camino de eso y esos que son más grandes que ellos,
pero que sin ellos no serían nada. El mismo Jesús se ha sometido a esta misma
ley de la encarnación, de modo que para poder realizar su misión salvadora ha
necesitado del cumplimiento fiel de su misión de otras personas que como Juan
de modo muy especial le han preparado el camino.
El
filósofo cristiano Emmanuel Mounier expresó esta
verdad de manera muy precisa cuando afirmó que “una persona sólo alcanza su
plena madurez en el momento en que ha elegido fidelidades que valen más que la
vida”. Y es que el hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del
mundo y proclama una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando,
tomando las riendas de su propia vida, se consagra (se somete libremente y no de
manera servil) a algo que descubre como más grande que él, pero que lo libera y
engrandece. Esta verdad, que vemos tan patente en Juan el Bautista, es
igualmente evidente en Jesús, que no vive para sí, sino sometido a la voluntad
de su Padre, al servicio del Reino de Dios y al servicio de sus hermanos (cf. Lc 22, 27. 42).
Al
contemplar la figura de Juan el Bautista y meditar con él sobre nuestra
vocación y el sentido de nuestra vida, podemos comprender que en toda vocación
cristiana hay un componente que nos asemeja al Precursor. Jesús sigue viniendo
al mundo, acercándose a los hombres, muchos de los cuales no lo conocen, no
saben de él. Para que Jesús pueda llegar hasta ellos, siguiendo las leyes de la
encarnación, necesita de precursores y mediadores que allanen el camino y
preparen su venida. Todo cristiano está llamado a realizar esta misión, cuando,
por medio del testimonio de sus palabras y obras, está señalando al “Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29, 36).