Domingo 12 del Tiempo ordinario (A)
Primera lectura
Libró la vida del pobre de manos de los
impíos
Lectura
del libro del profeta Jeremías 20, 10-13
Dijo Jeremías: –Oía el cuchicheo de
la gente: “Pavor en torno; delatadlo, vamos a delatarlo.” Mis amigos acechaban
mi traspié: “A ver si se deja seducir y lo violaremos, lo cogeremos y nos
vengaremos de él.” Pero el Señor está conmigo como fuerte soldado; mis enemigos
tropezarán y no podrán conmigo. Se avergonzarán de su fracaso con sonrojo
eterno que no se olvidará. Señor de los ejércitos, que examinas al justo y
sondeas lo íntimo del corazón, que yo vea la venganza que tomas de ellos,
porque a ti encomendé mi causa. Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la
vida del pobre de manos de los impíos.
Salmo
responsorial 68, 8-10. 14 y 17. 33-35 R/. Que me escuche tu gran bondad, Señor.
Segunda lectura
No hay proporción entre la culpa y el don:
el don no se puede comparar con la caída
Lectura
de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Romanos 5, 12-15
Hermanos: Lo mismo que por un solo
hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y la muerte se
propagó a todos los hombres, porque todos pecaron… Pero aunque antes de la ley
había pecado en el mundo, el pecado no se imputaba porque no había ley. Pues a
pesar de eso, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no
habían pecado con un delito como el de Adán, que era figura del que había de
venir. Sin embargo, no hay proporción entre la culpa y el don: si por la culpa
de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la
benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos.
Evangelio
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo
Lectura
del santo evangelio según san Mateo 10, 26-33
En aquel tiempo dijo Jesús a sus
apóstoles: –No tengáis miedo a los hombres porque nada hay cubierto que no
llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os
digo de noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde
la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el
alma. No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden
un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo
sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la
cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre
vosotros y los gorriones.
No tengáis miedo
El miedo es una de las sombras que
se alzan continuamente sobre la vida del hombre: efectivamente, una vida
dominada por el temor es una vida sombría, bajo amenaza, encogida e impedida de
desplegarse en plenitud. Aunque el temor juega un papel positivo, en cuanto
advertencia de un peligro real, que nos invita a reaccionar ante él y
esquivarlo o superarlo, si ese peligro permanece escondido o se revela como
insuperable, quedamos dominados por el temor, y eso es lo que ensombrece y
limita nuestra vida. Es claro que los objetos del temor pueden ser muy
variados: tememos la enfermedad y el dolor, la pobreza, el fracaso en nuestros
proyectos, la inseguridad; nos inspiran también temor otros seres humanos que
pueden ser la causa de todos esas desgracias. Pero si hay un temor fundamental
en nuestra vida es, precisamente, el temor a su acabamiento, el temor a la
muerte, que se nos antoja como la destrucción total de nuestro ser, que es la
base de todos los otros bienes y males.
Es sabido que diversas teorías
filosóficas, antiguas y modernas, consideran que es precisamente el temor a la
muerte el origen de la religión: el deseo de vivir siempre y en plenitud habría
producido (por medio del sentimiento, la imaginación o la razón, por un
mecanismo psicológico inconsciente, o por voluntad de engaño de algunos) la
idea de una vida más allá de la muerte. La pregunta, claro, es de dónde ha
surgido en el ser humano ese extraño deseo que trasciende los límites de su
existencia temporal, si es que, como sostienen estos críticos de la religión,
no hay en él nada que vaya más allá de la pura existencia natural. Pero dejada
a un lado esta cuestión teórica, lo cierto es que esa teoría no se aplica en
ningún caso, al menos, a la religión cristiana y, por extensión, a la judía. Si
el miedo a la muerte fuera el origen de la religión, ésta debería esforzarse en
fomentar el sentimiento de temor lo más posible. Sin embargo, la frase que más
veces se repite en la Biblia es “no temáis”, que aparece 365 veces, una por
cada día del año. Si alguien pretende (o ha pretendido) fundar la fe cristiana
sobre la base del temor, que sepa que está pervirtiendo su verdadero sentido.
Jesús nos exhorta hoy a no temer a
los hombres, a esos hombres que se creen poderosos porque pueden matar el
cuerpo, pero nada más. Este es el signo distintivo del poder humano: aunque, a
fuer de ser justos, hemos de reconocer que el poder se puede usar para el bien,
es verdad que lo que hace poderoso a un hombre (o grupo humano, o país, etc.)
es su capacidad destructiva, con la que puede amenazar, amedrentar y someter a
los demás. Cuando Jesús nos invita a ser valientes y a no temer a la muerte,
está reconociendo, en primer lugar, su carácter natural. Incluso en un mundo
sin pecado la muerte biológica seguiría existiendo, pero sin ese carácter
trágico y temible que tiene ahora, pues sería simplemente el tránsito natural
de la vida terrena a una forma de vida superior, en perfecta comunión con Dios.
A esa muerte natural no tenemos que tenerle miedo.
Pero es verdad que existe otra
muerte (implicada en la misma muerte biológica), que es de la que hoy nos habla
Pablo: es la muerte fruto del pecado. Es la muerte radical, antinatural, no
porque sea un castigo enviado por Dios, sino porque es la consecuencia del
apartamiento voluntario de Dios, fuente de la vida. A esa muerte sí que tenemos
que tenerle miedo, pues pervierte radicalmente el sentido de nuestra existencia
(nuestra alma). Este es, creo, el significado de las palabras de Jesús, sobre
temer al que puede destruir con el fuego cuerpo y alma. Es verdad que sólo el
Dios que nos ha creado y nos ha dotado de un espíritu inmortal, puede
destruirlo. Pero Dios, que es “creador” y no “destructor”, no destruye nada.
Somos nosotros los que, cuando nos apartamos voluntariamente de Él por nuestros
pecados, nos estamos alejando de la fuente de la vida, entrando en un proceso
de autodestrucción, de muerte del alma, incluso aunque sigamos existiendo de un
modo u otro.
El Dios que se ocupa de los
pajarillos, y con mucho mayor motivo se preocupa por nosotros, nos ama con amor
de madre (contar los pelos de la cabeza es una imagen de la madre que despioja
a sus hijos), y no nos ha abandonado al dominio del pecado, dejándonos tirados
en nuestro extravío. Dios se dirige a nosotros, sale a buscarnos, nos avisa,
nos llama para que volvamos a Él. Ya la ley del Antiguo Testamento nos habla de
ello: es como un faro orientador, una luz roja de aquellas actitudes y
comportamientos que nos apartan de Dios y nos encaminan a la muerte. Pero el
paso definitivo lo ha dado en Jesucristo, en el que nos ha encontrado, y en el
que nos ha concedido gratuitamente el don de la vida, de una vida plena, que
empieza ya en este mundo: podemos vivir la vida de Dios, que nos ha traído
Jesucristo, y que consiste en el amor. Realmente no hay proporción entre la
culpa y el don: a nuestro extravío ha respondido con la sobreabundancia de
gracia, al pecado de Adán con la entrega total de Cristo. De este modo, Jesús
ha destruido las causas del temor a la muerte: sabemos que en ella nos
encontramos con Él; y, por tanto, no debemos temerla ni como acabamiento
biológico, porque Cristo ha resucitado, ni como consecuencia del pecado, porque
con su muerte y resurrección nos ha dado el perdón y ha destruido el poder del
pecado sobre nosotros. Nada tienen que temer los que viven en Cristo Jesús.
La exhortación de Jesús a no temer a
los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma, es además una invitación
a no ceder ante los chantajes que por medio de amenazas, incluso mortales,
pretenden hacernos renunciar a la verdad, la justicia, la fe, pretenden, en una
palabra, que vendamos nuestra alma por cualesquiera bienes efímeros. Jesús nos
exhorta a una vida íntegra, auténtica, plena, aunque el precio sea renunciar a
parte del tiempo que, según parece, teníamos asignado. El que la exhortación se
abra con las palabras sobre lo cubierto que llega a descubrirse y sobre lo
escondido que se acabará sabiendo, es una proclamación de que la verdad (esa
verdad viva, que incluye a la justicia y la fe) acaba triunfando, y que no debemos,
por tanto, hacer componendas con lo que realmente vale por salvar la piel. Es
una llamada a un testimonio que debe incluir la disposición al martirio.
El cristiano, afincado vitalmente en
Cristo, liberado del temor a la muerte, está llamado a vivir con valor, con
entereza, sin dejarse amedrentar por las presiones y las amenazas que el
entorno social puede ejercer para oponerse al anuncio del Evangelio en su
integridad. Si el poder humano, hemos dicho, se distingue por su capacidad de
quitar la vida, el poder de Dios se manifiesta en nosotros en la disposición a
dar la vida como testimonio de la verdad, de esa verdad que salva, que consiste
en el amor y que, oculta durante siglos, se ha manifestado definitivamente en
Cristo Jesús, en el que la benevolencia y el don de Dios se han desbordado
sobre todos.