13ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt
10, 37-42
Hoy nos encontramos en el
evangelio con una doctrina de Jesús expresada en frases que quizá nos parecen
demasiado tajantes. La razón es que, cuando Jesús no predicaba en parábolas, lo
solía hacer con estas frases algo chocantes, porque lo hacía en lo que se llama
cultura oral. Hoy pertenecemos más a la cultura escrita donde el profesor lo
deja todo escrito o se basa en un escrito. En los tiempos de Jesús, para que la
doctrina se quedase más grabada, había que decir frases que impresionasen algo.
Nosotros podemos saberlas interpretar por otros momentos de la palabra de Dios.
El evangelio de hoy podemos
dividirlo en dos partes: Uno sería el tema del “seguir” a Jesús; el otro, el
acogimiento con hospitalidad porque Cristo está en el hermano.
El seguimiento a Jesús no
es lo mismo que ir detrás. El seguimiento es una experiencia personal de amar y
ser amado. Cuando Jesús dice a uno: “Sígueme”, es una invitación cargada de
amor, de un amor que pide una correspondencia radical, que encierra en sí todos
los aspectos de la vida. Por eso seguir a Jesús no es sólo una aventura
intelectual o una adhesión a una ideología interesante, que me gusta, ni es
sólo cuestión de sentimiento. Una idea importante es la centralidad de
Jesucristo en la vida de un cristiano. Cuando Jesús dice que su amor está por
encima del amor al padre o a la madre o a los hijos, no está anulando el amor
familiar, sino que el amor al Señor debe ser la fuente de todo otro amor. Por
eso seguir a Jesús exige la entrega de todo nuestro ser, una entrega total, sin
reservas ni condiciones. Eso indica que hay que librarse de toda atadora y
dependencia. No suele haber obstáculos en la familia; pero si se opusiera,
tendría que prevalecer el seguimiento a Jesús y a sus mensajes.
Este liberarse de toda
dependencia muchas veces llevará al conflicto con todos los agentes de
represión, que a veces están en nosotros y muchas veces son otras personas que
intentan la represión. Todo ello nos puede llevar a la cruz. No quiere decir
que nos maten, como a los mártires; pero sí encontraremos cruces continuas en
la vida de cada día de saber renunciar al egoísmo, en la renuncia a la propia
seguridad, a la dignidad, a la fama. El cristiano prolonga en cada momento el
significado del bautismo, que es morir para resucitar: morir al pecado, al
egoísmo, al hombre viejo, para surgir a la vida nueva de amor, de gracia, al
hombre nuevo. Hay una continua tensión entre el sí a la gracia y el no a la
seducción del mal. Esto es la cruz.
La segunda parte habla del
acogimiento o la hospitalidad. No son los enviados los que pretenden
identificarse con Jesús, sino que es Él quien se identifica con los enviados.
En este mundo actual bastante deshumanizado, Jesús nos invita a acoger a los
demás, porque es como hacérselo a Él mismo. Esto es porque, si fundamentamos
nuestra existencia sólo en otro ser humano, tendemos hacia el fracaso, porque
todos nosotros somos seres limitados en el tiempo y en las posibilidades. Otra
cosa es si lo hacemos tendiendo hacia el Señor. Así lo expresó Jesús cuando nos
habló de lo que pasará en el Juicio final. Acoger a los otros con generosa
hospitalidad es signo de fidelidad al mandamiento del amor fraterno, que debe
ser sin fronteras. Porque esta acogida fraterna no es sólo para los amigos o
familiares, sino para el forastero, lejano, el pobre, enfermo o prisionero. Es
acoger a Jesús, que “no tuvo dónde reclinar la cabeza”. Para una acogida así,
es necesaria la renuncia, la disponibilidad, la gratuidad. Este acogimiento la
mayoría de las veces estará en las atenciones pequeñas de cada día, en la
capacidad de diálogo, en el esfuerzo de comprender las razones del otro. Es
acoger con bondad, aunque muchas veces palpemos el rechazo del otro.
San Pablo nos dice que porel bautismo “andamos en una vida nueva”. De esta vida
nueva se habla hoy. De hecho la experiencia nos dice que solemos cambiar muy
poco. No es fácil manifestarlo por palabras. Debe ser una vivencia continua,
que se haga creíble ante todos por la gracia del Espíritu Santo, porque se hace
con alegría.