Sembrando la Palabra

 

Se nos han perdido las palabras. Las hemos congelado, ignorado, exiliado. O peor, las hemos enclaustrado en cámaras de tecnología de punta creando barreras entre los interlocutores en aislamiento hermético. Ni siquiera nos merecemos la mirada. La percepción del oído se ha perdido y nos hemos entregado en aras de la información, a vivir el momento presente sin vecindario, sin familia, sin personalidad. ¡Sin la Palabra!

En las culturas del Antiguo Oriente la Palabra no es solamente un signo que transmite una “idea”, sino una “fuerza”, una “energía” que transmiten una “realidad”. Es energía vivificante, transformadora y transformante. Todavía en algunos medios en los que se incuban fermentos  de humanidad nueva, la Palabra es igual a la personalidad, al carácter en donde su raíz tiene validez de perennidad más allá de cualquier documento autenticado.

En  nuestra fe cristiana, Dios es Palabra. Una Palabra con subsuelo fecundo, con raíz, tronco, ramas, flores que avisan frutos abundantes en cosecha generosa. Es Palabra sembrada, cultivada, cuidadosamente protegida, pero exigida también en sus frutos. El terreno sencillo es nuestro corazón, la vida familiar, el don de la comunidad. Y sus manifestaciones son el testimonio, la valentía y el silencio interior.

Según el Evangelio, el Padre es Sembrador, Jesús es semilla, Palabra,  el variado y caprichoso corazón humano es el terreno donde esa semilla se deposita. Los frutos son tan diferentes. Depende de tantas circunstancias, sentimientos y opciones del ser humano. Aun en el campo feraz de buen humus fecundante puede variar la cosecha. Lo importante es saberse terreno privilegiado, mimado  de Tata Dios y dejarse podar por Él en toda nuestra existencia.

Cochabamba 16.07.17

jesus e. osorno g. mxy

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