XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Sorprendente radicalidad en el seguimiento de Jesús

 

El evangelio de Mateo organiza todo el mensaje de Jesús en cinco grandes discursos que dan a la obra una estructura de alternancia de obras y palabras de Jesús. Hoy se lee en la Iglesia el final del segundo discurso, dedicado a la instrucción de los discípulos para la misión (Mt 10,37-42), e introduce un mensaje nuevo en la predicación de Jesús. El que quiere al padre o a la madre más que a mí no es digno de mí, y el que quiere al hijo o hija más que a mí no es digno de mí” (Mt 10,37).

 

Éste es uno de los dichos del Evangelio que, en esta forma simple, con toda probabilidad puede atribuirse al Jesús histórico. Llama la atención, una vez más, la dureza y rotundidad con que en este dicho de Jesús aparece la ruptura con la familia. Jesús reclama de los discípulos una gran radicalidad en la ruptura de relaciones con los miembros de la propia familia, del propio grupo de parentesco o del propio grupo étnico. Se trata de una ruptura de la fidelidad debida a estos diversos grupos de pertenencia.

 

Sin embargo, el dicho de Jesús no pretende inculcar en sus discípulos la enemistad o la aversión hacia los padres, sino que tiene como objetivo, más bien, proclamar que la fidelidad a Jesús y al Reino de Dios están por encima de la fidelidad que se debe a la familia, la cual era la estructura básica de la sociedad helenístico-romana en aquella época y requería la fidelidad y la solidaridad entre sus miembros, en torno a la figura del pater familias, por encima de cualquier otra obligación.

 

Tanto Mateo como Lucas (Lc 14,26-27) recibieron este dicho de Jesús a través del documento Q, la colección de palabras y sentencias de Jesús anterior a la redacción de los evangelios. Mateo lo ha puesto como una exigencia última en la disponibilidad de los discípulos para llevar a cabo la misión de anunciar el reino de Dios y su justicia. La radicalización evangélica por causa del seguimiento de Jesús se hace casi incomprensible al incorporar la exigencia de renunciar a sí mismo y de cargar con la propia cruz: “Y quien no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que encontró su vida la perderá, y el que perdió su vida por causa  mía la encontrará” (Mt 10,38-39).

 

Aquella expresión de Jesús sobre los padres - debemos repetirlo - no quiere generar ningún tipo de odio hacia ellos, ni mucho menos, sino que resalta la radicalidad extrema de la fidelidad a Jesús y al Reino de Dios de parte de los discípulos. Una radicalidad que se debe interpretar como expresión de la gran libertad que debe caracterizar la entrega de la vida del discípulo en el seguimiento del crucificado. Lucas recogió ese dicho de Jesús lo colocó en el marco de las exigencias a los discípulos (Lc 14,25-33) y amplió la lista de familiares a los que hay renunciar para ser discípulo, incluyendo entre ellos a la mujer, a los hijos, a los hermanos y a las hermanas, así como la necesidad de desprenderse de todos los bienes (Lc 14,33).

 

La vida del discípulo comporta, pues, un cambio de valores desde las categorías evangélicas y conlleva la capacidad de renuncia y de sacrificio para luchar con total disponibilidad y libertad por la causa del Reino de Dios y su justicia. Lo que hay que construir en nuestro mundo es un hogar universal para toda la familia humana, derribando los muros de la esclavitud y del racismo y destruyendo las fronteras que excluyen a los pobres de la tierra de la mesa de los ricos. Para eso es necesario un movimiento de discípulos y discípulas verdaderamente libres y apasionadamente comprometidos con la causa de la fraternidad universal.

 

La familia constituye un núcleo fundamental en la estructuración de nuestra sociedad y sus valores fundamentales han de ser preservados como valores sociales y culturales de primer rango. Sin embargo, ésta no debería ser tampoco lo primero desde la perspectiva cristiana del Reino de Dios. Jesús propone una nueva fraternidad abierta a todos, especialmente a los pobres y marginados.

 

Para quien quiera seguirle y convertirse en un verdadero discípulo y misionero del Reino es preciso cambiar de mentalidad. Es preciso cambiar la mentalidad de la familia cerrada y acomodada por una mentalidad nueva de fraternidad universal y de familia verdaderamente cristiana, que, abierta al Reino de Dios, consolide todas sus relaciones en el amor a Cristo, encontrando en él la fuerza para la entrega y fidelidad matrimonial del hombre y la mujer, así como para la relación entre padres e hijos.

 

Esa nueva mentalidad comporta en los cristianos la capacidad de renuncia y de sacrificio para luchar con total disponibilidad y libertad por la causa del Reino de Dios y su justicia. Uno de los retos más urgentes que hoy tiene nuestro mundo es hacer del mundo global, sumido en la injusticia estructural y en la miseria de grandes masas de personas y pueblos, un hogar universal, una nueva familia humana, que cambie las relaciones sociales de la humanidad, sobre todo, las relaciones de dominio de unas personas respecto a otras y de sometimiento de unos pueblos respecto a otros. Para ello es preciso derribar los muros de la exclusión social, de la explotación y del racismo.

 

La radicalidad en el seguimiento brota de la experiencia de la novedad de vida propia de una vida cristiana auténtica. La identidad cristiana, en los términos de la Carta a los Romanos, tiene su origen en la participación de los creyentes en el misterio pascual (Rom 6,3-11), pues allí Pablo muestra el gran dinamismo de los cristianos que estamos llamados a vivir una novedad de vida. La relación íntima con Cristo, con su pasión y con su sepultura, nos capacita para ser también partícipes con él de la nueva vida, la que es propia de los que han resucitado con Cristo y pueden vivir la radicalidad del discipulado misionero en todos sus compromisos de vida. Las expresiones originales en el griego de Pablo nos vinculan tan estrechamente a Cristo que el apóstol nos traslada a la experiencia trascendente de la Pasión y Resurrección de Cristo, en cuyos acontecimientos nosotros ya fuimos cocrucificados con Cristo, cosepultados con Cristo y covivificados con Cristo.

 

Valga este énfasis en las palabras paulinas para destacar la raíz de nuestra identidad de bautizados y, en consecuencia, la radicalidad que de ella se deriva para los que creemos en Cristo como discípulos y misioneros suyos. Feliz domingo.

 

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura