Domingo, 7 de Agosto de 2011; 19º ord. A: Mt 14, 22-33
Jesús acababa de realizar
el milagro de la multiplicación de panes y peces. Hoy nos dice el evangelio que
“obligó a sus discípulos a marcharse en la barca mientras El despedía a la
gente”. Este es un gesto severo por parte de Jesús, que realiza cuando tiene
alguna tentación. La tentación, según nos cuenta el evangelista san Juan, era
que la gente, después del milagro, quería proclamar a Jesús como rey. No habían
entendido el sentido mesiánico de la vida de Jesús sufriente y servidor.
Pensaban en un Mesías triunfante, que, como entonces, les pudiera dar siempre
de comer. Jesús sabía que los apóstoles no estaban lejos de esas ideas y que se
unirían a la idea de proclamarlo rey material. Por eso les obliga a marcharse y
con paciencia procura tratar de convencer a la gente para que se vayan en paz.
Jesús entonces se retira al interior de aquel monte a orar. Pediría fuerzas a
su Padre para continuar en su misión.
Se nos habla después de la
tormenta que se suscita en torno a la barca donde iban los apóstoles. Según el
modo oriental de escribir, aquí de manera simbólica quiere hablar de varias
tormentas. En primer lugar la tormenta que había en el alma de los apóstoles.
Luchaban con la idea que habían aprendido siempre sobre el sentido de grandeza
humana que se daba al Mesías y lo que veían hacer y decir a Jesús. En su alma
se mezclaba la fe con la duda. También en nosotros hay fe y hay tempestades. El
poder de Jesús no consiste en que no se levanten tempestades, sino en que se
haga sentir en medio de ellas. Por eso Jesús se hace presente en medio de la
tempestad.
Dice el evangelio que Jesús
se acercó caminando sobre el agua. El agua, según el lenguaje simbólico de
Y san Pedro comenzó a
hundirse. Su fe se tambaleó ante las dificultades: Dejó de mirar a Jesús y se
fijó más en las dificultades que lo rodeaban. Pero gritó: “Señor, sálvame”.
Este es el gran ejemplo para nuestra vida. Habrá momentos en que todo parece
que se hunde y aun las cosas que creemos haber hecho para la gloria de Dios. En
esos momentos tengamos al menos la suficiente fe como para clamar a Dios:
“Sálvame”. Y en verdad que sentiremos la mano amorosa de Jesús que como a Pedro
nos levanta. Quizá oigamos, como lo oyó Pedro, la voz cariñosa que nos advierte:
“¿Por qué has dudado?”. Nosotros le digamos con amor: “Jesús, en ti confío”.
Y subiendo Jesús a la
barca, se calmó el viento. A través de los
comentaristas más antiguos este pasaje es símbolo de lo que pasa en