Domingo 19 de Tiempo
Ordinario (A)
PRIMERA LECTURA
Ponte de
pie en el monte ante el Señor
Lectura del
primer libro de los Reyes 19, 9a. 11-13a
En aquellos días, cuando Ellas llegó al Horeb, el monte de Dios, se metió
en una cueva donde pasó la noche. El Señor le dijo: -«Sal y ponte de pie en el
monte ante el Señor. ¡El Señor va pasar! » Vino un huracán tan violento que
descuajaba los montes y hizo trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor
no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no
estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no
estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla,
Elías se tapo el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la
entrada da la cueva.
Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14 R.
Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación
SEGUNDA LECTURA
Quisiera
ser un proscrito por el bien de mis hermanos
Lectura de
la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 9, 1-5
Hermanos: Digo la verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el
Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor
incesante, en mi corazón, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza
según la carne, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo. Ellos
descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios,
la alianza, la ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de
quienes, según la carne, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios
bendito por los siglos. Amén.
EVANGELIO
Mándame ir hacia ti andando sobre el agua
Lectura del
santo evangelio según san Mateo 14, 22-33
Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a
que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él
despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas
para orar.
Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos
de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada
se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar
sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús
les dijo en seguida: -«¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» Pedro le contestó: -«Señor,
si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.» Él le dijo: -«Ven.» Pedro
bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al
sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
-«Señor, sálvame.» En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
-«¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el
viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo: -«Realmente eres Hijo
de Dios.»
Soy yo, no tengáis
miedo
El
evangelio de hoy nos presenta tres escenas sucesivas: Jesús despidiendo a la
multitud; Jesús orando en soledad; Jesús caminando sobre las aguas al encuentro
de los discípulos.
La
primera escena cierra el episodio de la multiplicación de los panes: tras
haberse compadecido de la gente, curado a los enfermos y saciado a la multitud
hambrienta, Jesús se ocupa de ellos hasta el final, y permanece con ellos para
despedirlos. Así se muestra la verdadera solicitud del que se ha definido como el
buen pastor de su rebaño. Todo un estilo pastoral que los cristianos,
especialmente lo que tienen responsabilidades pastorales, debemos aprender e
imitar.
En
la segunda se retoma algo que quedó en suspenso a causa de la gente que lo
buscaba. Jesús renunció a su retiro para atenderla, pero, una vez que la ha
despedido, vuelve a la soledad, el silencio y la oración. Si la oración no puede
ser una huida, una excusa para evitar los problemas acuciantes de los hombres,
la dedicación a estos problemas tampoco puede excusarnos del trato personal con
Dios en el silencio y la soledad. Compromiso y oración se reclaman mutuamente;
no pueden subsistir de verdad el uno sin la otra. La oración sin compromiso con
las necesidades de los demás está vacía; el compromiso sin oración en la
soledad puede ser algo ciego, un altruismo tal vez encomiable, pero carente del
sello distintivo de la fe cristiana. Precisamente es la fe en Jesús lo que
vincula estas dos dimensiones, y lo que las une con la tercera escena.
La
fe puede ser a veces producto del temor. Existe una cierta inclinación a pensar
que Dios ha de manifestarse por medio de signos que, como el huracán o el
terremoto, expresan su fuerza irresistible, su poder, ante el que el hombre no
puede hacer otra cosa que temer y someterse. Pero el Dios Padre de Jesucristo
se manifiesta más bien en la amabilidad tenue de la brisa, en la cercanía
solícita de su propio Hijo. Esta forma de manifestación no quiere inducir al
temor sino a la confianza: en medio de la tormenta, de la oscuridad de la noche
y con el viento en contra Jesús va al encuentro de sus discípulos. Podemos
entender que la barca zarandeada por el viento es una imagen de la Iglesia, que
con frecuencia se mueve en medio de un ambiente hostil y contrario, en
circunstancias amenazantes que parecen poner en peligro su supervivencia. Los
discípulos son presa del miedo, sienten que pueden hundirse, y no tienen ojos
para reconocer a Jesús que, confortado y fortalecido por la oración en soledad,
es capaz de caminar sereno sobre las aguas embravecidas, por encima de peligros
y turbulencias. La fe basada en el temor ve fantasmas inexistentes o percibe en
los acontecimientos adversos amenazas y castigos por parte de Dios. Pero no es
ese el modo de actuar de un Dios que en la solicitud de Jesucristo hacia las
masas enfermas y hambrientas ha revelado su rostro paterno. No es, pues, una
voz de amenaza lo que nos dirige Jesús, sino de ánimo y de confianza: «¡Ánimo,
soy yo, no tengáis miedo!»
En los tiempos que vivimos, de crisis de fe, de abandono masivo de la
práctica religiosa, de hostilidad creciente hacia la Iglesia, podemos sentir
también nosotros la tentación del temor y el pesimismo, incapaces de ver a
Jesús caminando con señorío en medio de la tormenta. Es importante que sepamos
retirarnos a la soledad para aprender a percibir la voz de Jesús que nos da
ánimo y nos invita a disipar el temor. Ahora bien, lo que ha de sustituir al
temor no es una arrogancia pretenciosa que ignora los peligros y confía sólo en
las propias fuerzas. En la actitud de Pedro hay una curiosa mezcla de fe verdadera
y de arrogancia. Por un lado, la petición que dirige a Jesús («Señor, si eres
tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua») tiene algo de desafío y
desconfianza («si eres tú»), que recuerda la tentación que los sumos sacerdotes
lanzaron a Jesús en la cruz: «si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27,
40). A veces exigimos que Dios nos muestre sus credenciales haciendo cosas
extraordinarias, o dándonos la capacidad de hacerlas nosotros. Pero hay también
algo auténtico en la petición de Pedro: en tiempos de turbulencias y viento
contrario no es de recibo esconderse y buscar refugio en la barca. También esta
es una tentación que debe ser evitada. Cuando pintan bastos algunos cristianos
prefieren esconderse, evitar el conflicto, cerrarse sobre sí, aceptando que la
fe es sólo una «opción privada», y buscando en la Iglesia un lugar seguro
frente a la intemperie. Pero Jesús camina sobre las aguas, en medio de la
tormenta, en medio del mundo al que ha venido a salvar a pesar de la hostilidad
que le muestra. Como Pedro, hay que estar dispuesto a arriesgar, a salir de la
barca incluso cuando los peligros acechan. Pero hay que hacerlo con una fe confiada
en Jesús, que nos salva de la arrogancia, nos tiende la mano e impide que nos
hundamos, enseñándonos que es sólo en Él, y no en nuestras fuerzas, en quien
debemos depositar toda nuestra confianza. Sólo así podremos caminar también
sobre las aguas de la adversidad y alcanzar la paz que sólo Jesús nos puede
dar. Esta tercera escena del Evangelio de hoy nos evoca estas otras palabras de
Cristo: «Os
he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis
tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn
16, 33).
Estas son las tres llamadas que resuenan con claridad en el Evangelio de
hoy: solicitud hasta el final hacia las gentes necesitadas, encuentro con Dios en
la soledad de la oración y, por fin, lo que une indisolublemente el
primero con la segunda,
en medio del mundo, de sus tormentas y amenazas, la firme profesión de fe de
los Apóstoles («los de la barca»): «Realmente eres Hijo de Dios».