Domingo
20 ordinario, Ciclo A
Un
solo amén no llega al cielo bien.
El
hecho que nos ocupa este día ocurrió en territorio extranjero, una de las pocas
veces que Cristo salió de su propia tierra. debo advertir que lo que vamos a
referir, las palabras y la actitud del Señor, me parecen duras, muy duras diría
yo, al grado que yo hubiera preferido otra cosa distinta, pero hay que decir
por un lado, que Cristo procedía conforme a su actitud de judío, segundo, que
estamos hablando de costumbres muy distintas a las nuestras, tercero, tendremos que ir hasta el final, para
darnos cuenta de lo que Cristo quería mostrar, que fuera de Israel también se puede encontrar
fe y cuarto, que todos los hombres estamos llamados a la salvación. Dicho esto referiremos que una mujer cuando
se dio cuenta de quién era el que los visitaba, se puso a gritar pidiendo la
curación de su hija: “Señor, hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se
mostró indiferente, no dijo una sola palabra, siguió caminando pero sólo una madre angustiada por la salud de
su hija sabe todo lo que está llamada a hacer, y como ella insistía en su petición, fueron los apóstoles
los que el pidieron que la atendiera, pues conocían la insistencia de una mujer en apuros. No era la compasión lo
que los movía, sino el deseo de librarse
de ella, de no seguir oyendo sus gritos. De cualquier manera, la mujer pudo acercarse
más al Señor y volvió a suplicarle la
curación de su hija. Jesús respondió aún con indiferencia: “Yo no he sido enviado, sino
a los hijos de Israel, además, no está
bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros”. Así se expresaban los judíos tratándose de
gentes de fuera de su patria todos los que no eran del pueblo hebreo, eran
perros para ellos. La Mujer no se quedó
callada. Cualquiera de nosotros hubiéramos dado media vuelta para marcharnos,
pero ella no. En su respuesta adivinamos su gran fe en Jesús y una gran
perseverancia que sólo puede tener una madre cuando está en juego la salvación
de su propia hija: “Es cierto, Señor, pero también los perros se comen las
migajas que caen de la mesa de sus amos”, respondió. Estas palabras, pues, desarmaron a Jesús, que
quiso mostrar la fe de una mujer extranjera y por eso su hija alcanzó la
curación: “Mujer, ¡Qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Sin duda alguna que Jesús recordaría en ese
momento a Isaías que varios siglos antes había pronunciado: ¡”A los extranjeros
que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto, y se mantienen fieles a mi
alianza, los conduciré a mi monte santo
y los llenaré alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos en
mi altar, porque mi templo será la casa de oración para todos los pueblos”.
Es
claro entonces, y esa es nuestra gran alegría, saber que también nosotros
estamos llamados a la salvación, si en verdad nos mantenemos fieles a su
alianza, si somos capaces de mostrarnos fieles servidores suyos no sólo una
hora a la semana, como pasa con muchos cristianos, sino toda la vida y si somos
capaces de servirle en cada uno de los que nos rodean, principalmente los más
necesitados, ciertamente estaremos en el camino de la paz, esperando entrar con Cristo a la gloria del
Padre.
El
Padre Alberto Ramírez espera sus comentarios en alberami@propigy.net.mx