DOMINGO XXII TIEMPO ORDINARIO - CICLO A -
QUE FALTA DE RACIONALIDAD ES NUESTRA
FALTA DE ESPIRITUALIDAD.
A esta altura
de la carta a los Romanos Pablo ha profundizado temas trascendentales como; el
misterio pascual, la acción del Espíritu, la universalidad del pecado, la
justificación por la fe: como conclusión celebrativa de su experiencia de fe
Pablo dice: “por la misericordia que Dios les ha manifestado, los exhorto a que
ofrezcan ustedes mismos, sus personas, como una ofrenda viva, santa (hacer de
la vida algo sagrado) y agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero
culto” (segunda lectura)
La vida en el
Espíritu no es negar el cuerpo sino pasar de lo material a la transfiguración -
conformación en Cristo que incluye la plenitud de la corporalidad. En el
pensamiento de Pablo el culto agradable a Dios es darse a los demás; hacer de
la vida una oferta generosa para el prójimo: “Ofrecer el propio cuerpo” es
asumir la vida en su totalidad y no ser un simple espectador en ella. La
corporeidad es la presencia en el mundo de los otros en cuyo interior está Dios
como está en nosotros. “Ofrecer el propio cuerpo” es confirmar como vano,
insensato y anticristiano, el tentativo de fuga del cuerpo social en donde
convivimos. El mismo Pablo indica en qué consiste este culto haciendo
referencia a un aspecto ético de la sociedad quien en sus criterios es egoísta,
cerrada, unidimensional, materialista y polarizada: “No se dejen transformar
por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los
transforme internamente para que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios,
lo bueno para los demás, lo que agrada al necesitado, lo perfecto para el débil
(segunda lectura).
El espacio
existencial del culto no es limitado, sino que debe extenderse a toda la
existencia alimentándose de la palabra y la liturgia. Pablo exhorta a no
“esquematizarse” con el mundo; es decir, no amoldarse a normas rígidas, ópticas
no libres, perspectivas cerradas o visiones ideológicas dañinas que hacen
perennes cosas transitorias cegando el futuro sobre todo de los pobres. Esa es
la ley de la carne como un camino sin salida y carente de originalidad, sin
novedad. La vida cristiana hoy debe permanecer permeada de novedad si mantiene
una continua metamorfosis que se llama “conversión”: paso de la carne al
Espíritu, de la exclusión a la inclusión, de la inequidad a la equidad, de la
corrupción a la Ética. La transformación o asunción de nuevas formas
(metamorfosis) no mira solo lo externo sino a la conciencia, lo más íntimo de
la persona, su interior; donde actúa el Espíritu santo para cambiarnos.
TODOS, LA IGLESIA, SOMOS PEDRO.
Los
discípulos no comprendían “porque Jesús tenía que subir a Jerusalén, padecer
allí por parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; ser
condenado a muerte y resucitar al tercer día” (evangelio). ¿dónde quedaría
entonces la fidelidad a la primera profesión de fe en Cesarea de Filipo? En
realidad, Pedro aún no había cambiado de mentalidad dado que esperaba un Mesías
Rey, triunfante, glorioso, capaz de arrancar a Palestina de la ocupación
Romana; sin necesidad de emparentar su misión con el sufrimiento de los pobres.
Por su parte a Jesús no le interesaba ni estaba hablando nada de eso. “No lo
permita Dios, Señor, Esto no te puede suceder a ti” (evangelio), quizás para
que no le ocurriese a él y a la Iglesia. La tentación de Pedro cubría a toda la
iglesia en su búsqueda de imagen, éxito y poder, desconociendo la cruz. Si le
sumamos a esta las tentaciones del desierto le daremos la razón a Jesús para
decirle a Pedro (Iglesia) “¡Apártate de mí Satanás!, y no intentes hacerme
tropezar en mi camino; porque tu modo de pensar no es el de Dios sino el de los
hombres” (evangelio) “Porque no son mis pensamientos sus pensamientos, ni los
caminos de ustedes son mis caminos” (Is 55,8).
ENSAYEMOS IR POR OTRO CAMINO
Retomando a
Pablo y el evangelio de Jesús; así fuera por vía de ensayo valdría la pena
mirar las cosas bajo el punto de vista del evangelio, para comprender que hay
otra manera distinta de mirar, por ejemplo, la polarización con sus secuelas
traumáticas a la que nos han llevado los que ahora predican con contundencia
que somos un solo país o la iglesia que nos propone la reconciliación. Puede
ser más larga y penosa la polarización que el postconflicto; razón para que se
aleje más la paz. Hoy, en nuestro país. Nada que se quiera asumir para mirarlo
desde otro punto de vista está exento de sufrimiento, como le ocurrió a
Jeremías el profeta más parecido a Jesús.
Para mirar
las cosas bajo el punto de vista de Dios hay que dejarse seducir por Dios.: “Me
sedujiste Señor y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. He sido el
hazmerreír de todos, día tras día se burlaban de mí. Desde que comencé a hablar
he tenido que anunciar a gritos violencia y destrucción. Por anunciar la
palabra del señor me he convertido en objeto de oprobio y de burla todo el día.
He llegado a decirme; ya no me acordaré más del Señor ni hablaré más en su
nombre: pero había en mi como fuego ardiente, encerrado en mis huesos; yo me
esforzaba por contenerlo y no podía” (primera lectura). Jeremías quería
rebelarse, pero el llamado de Dios fue superior a su rebeldía y deseos
personales. Si se hubiera dejado llevar por su parecer, Pablo lo llamaría el
“hombre de la carne”; pero se dejó llevar por la Palabra de Dios que da origen
al “hombre del Espíritu”.
EL HOMBRE ESPIRITUAL.
“Él que
quiera venir conmigo que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga” Lo
que me sucede a mi le sucederá a quien quiera seguirme. “Pues el que quiera
salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la encontrará”
Cualquier elección egoísta, Pablo la llama carne, es perder la propia vida.
¿Porqué de qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?
Una vida perdida en el egoísmo, por el esfuerzo, no es recuperable ni ahora ni
después. El hombre no es dueño de su propia vida; si la pierde por ventajas
fáciles sobre los demás, no puede “rescatarla”, ni volverse atrás así de todo
cuanto tenga o intente pagar todo cuanto pueda.
Seguir a
Jesús supone dejar la pretensión de ser dioses de la propia vida y dueños de la
vida de los demás. El pueblo de Dios no está formado por exitosos héroes sino
por personas que cargan muchas cruces. Tomar la cruz es identificarse con un
símbolo que irónicamente señala las insuficiencias de todo poder económico,
político y social no importa el dato histórico de su supervivencia.
LA CRUZ COMO NUEVA RACIONALIDAD
La
cristiandad nos acostumbró a encontrar la cruz de Jesús por todas partes: en la
Iglesia y en los cementerios, en los cruces de caminos y en nuestras casas; la
llevamos en nosotros como un objeto de veneración, como un recuerdo o una joya.
En la Cristiandad, donde se amparan tantas devociones no hay seguimiento sino
práctica religiosa y la cruz no es la de Jesús sino todos los sufrimientos
humanos; la cruz del matrimonio, de los hijos, de la pobreza, o de la
drogadicción o el alcohol. En la religión nunca la cruz alcanza a ser “La Cruz
Gloriosa del Señor Resucitado como árbol de la salvación”. Fue la experiencia
de sentirse amado por un crucificado lo que le hizo cambiar la imagen de Dios a
Pablo; constituyéndose la cruz en el criterio primero y definitivo de su vida;
la cruz lo llevó a un cambio de racionalidad no simplemente a ser mejor porque
ya era el mejor entre los fariseos que eran los mejores; para eso hubiera
bastado con lo que hacía antes: cumplir la ley. Pablo tuvo que sacrificar todo
pensamiento racional porque la cruz era una nueva manera de ver su vida y el
mundo de los otros.
Dios le
cambió de Dios a Pablo al manifestarse como Padre de un crucificado; razón para
que el que conocía las Escrituras, Pablo, tuviese de nuevo que aprender a
leerlas desde la muerte y resurrección de Jesús; reinterpretando así su vida,
la de Israel, del mundo griego y primordialmente del imperio romano; poniendo
en el centro de las tres culturas al crucificado resucitado como Mesías, hijo
de Dios.
Los
sufrimientos de Jesús son consecuencia inevitable del choque con la elite
política, socioeconómica y religiosa de Israel, Grecia y Roma; pero además son
providenciales porque a través de ellos Dios pone límites a los poderes
humanos, advirtiendo que la muerte no tiene la última palabra ni está por
encima de la vida; la resurrección de Jesús es el signo de la equivocación del
imperio romano y los poderes religiosos judíos. La experiencia de la resurrección
surge en el contexto de la persecución y el martirio como participación en la
victoria de Dios sobre los enemigos de la vida.
Reconciliémonos
con la cruz, como Pablo, para comprender mejor los sufrimientos del País.
BENDITO EL
QUE VIENE EN NOMBRE DEL SEÑOR
ATENCIÓN: ¿Si
será posible escuchar o ver al Papa Francisco en medio de tanta algarabía,
carreras y cansancios? Si es posible, pero a condición de preparar nuestro
corazón, nuestra mirada, nuestro oído y nuestros hogares para uno o varios
encuentros de transformación con la palabra y la presencia del Papa Francisco;
que se conviertan luego en servicios a los demás. Ponerle el mayor cuidado sin
prejuicios nos ayudará a mirar nuestro país desde otro punto de vista, tan
objetivo como es el Evangelio.
EL PAPA
FRANCISCO.
Las
esperanzas terrenas de la gente de Israel se derrumbaron delante de la cruz.
Pero nosotros creemos que justamente en el Crucificado nuestra esperanza ha
renacido. Las esperanzas terrenas caen ante la cruz, pero renacen esperanzas
nuevas, aquellas esperanzas que duran por siempre. Es una esperanza diversa
ésta que nace de la cruz. Es una esperanza diversa de aquellas que se
derrumban, de aquellas del mundo. Pero ¿De qué esperanza se trata? esta
esperanza que nace de la cruz
Nos puede
ayudar a entenderlo lo que dice Jesús justamente después de haber entrado a
Jerusalén: «Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no
muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Tratemos de
pensar en un grano o en una pequeña semilla, que cae en el terreno. Si
permanece cerrado en sí mismo, no sucede nada; si en cambio se fracciona, se
abre, entonces da vida a una espiga, a un retoño, y después a una planta y una
planta que dará fruto. Jesús ha traído al mundo una esperanza nueva y lo ha hecho
a la manera de la semilla: se ha hecho pequeño como un grano de trigo; ha
dejado su gloria celestial para venir entre nosotros: ha “caído en la tierra”.
Pero todavía no era suficiente. Para dar fruto, Jesús ha vivido el amor hasta
el extremo, dejándose fragmentar por la muerte como una semilla se deja
fragmentar bajo la tierra. Justamente ahí, en el punto extremo de su
anonadamiento – que es también el punto más alto del amor – ha germinado la
esperanza. Si alguno de ustedes me pregunta: ¿Cómo nace la esperanza? Yo
respondo: “De la cruz. Mira la cruz, mira al Cristo Crucificado y de ahí te
llegara la esperanza que no desaparece jamás, aquella que dura hasta la vida
eterna. Y esta esperanza ha germinado justamente por la fuerza del amor: porque
el amor que «todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,7), el amor que es la
vida de Dios ha renovado todo lo que ha alcanzado. Así, en la Pascua, Jesús ha
transformado, tomándolo en sí, nuestro pecado en perdón. Pero escuchen bien
como es la transformación que hace la Pascua: Jesús ha transformado nuestro
pecado en perdón, nuestra muerte en resurrección, nuestro miedo en confianza.
Es por esto que, en la cruz ha nacido y renace siempre nuestra esperanza; es
por esto que con Jesús toda nuestra oscuridad puede ser transformada en luz,
toda derrota en victoria, toda desilusión en esperanza. Toda: sí, toda. La
esperanza supera todo, porque nace del amor de Jesús que se ha hecho como el
grano de trigo caído en la tierra y ha muerto para dar vida y de esa vida llena
de amor viene la esperanza. Cuando elegimos la esperanza de Jesús, poco a poco
descubrimos que el modo de vivir vencedor es aquel de la semilla, aquel del
amor humilde. No hay otra vía para vencer el mal y dar esperanza al mundo. Pero
ustedes pueden decirme: “No, es una lógica equivocada”. Parecería así, que es
una lógica frustrada, porque quien ama pierde poder. ¿Han pensado en esto?
Quien ama pierde poder, quien dona, se despoja de algo y amar es un don. En
realidad, la lógica de la semilla que muere, del amor humilde, es la vía de
Dios, y sólo ésta da fruto. Lo vemos también en nosotros: poseer impulsa
siempre a querer algo más: he obtenido una cosa para mí y enseguida quiero otra
más grande, y así, no estoy jamás satisfecho. Es una sed terrible, ¿eh? Cuanto
más tengo, más quiero. Es feo. Quien es ávido no se sacia jamás. Y Jesús lo
dice de modo claro: «El que ama su vida, la perderá» (Jn 12,25). Tú eres
codicioso, amas tener tantas cosas, pero perderás todo, también la vida, es
decir: quien ama lo propio y vive por sus intereses se hincha sólo de sí y
pierde. En cambio, quien acepta, es disponible y sirve, vive según el modo de
Dios: entonces es vencedor, salva a sí mismo y a los demás; se convierte en
semilla de esperanza para el mundo. Pero es bello ayudar a los demás, servir a
los demás. Tal vez, nos cansaremos, ¿eh? La vida es así, pero el corazón se
llena de alegría y de esperanza. Y esto es el amor y la esperanza juntos:
servir, dar. Claro, este amor verdadero pasa a través de la cruz, el
sacrificio, como para Jesús. La cruz es el paso obligatorio, pero no es la
meta, es un paso: la meta es la gloria, como nos muestra la Pascua. Y aquí nos
ayuda otra imagen bellísima, que Jesús ha dejado a los discípulos durante la
Última Cena. Dice: «La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le
llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría
que siente al ver que ha venido un hombre al mundo» (Jn 16,21). Es esto: donar
la vida, no poseerla. Y esto es aquello que hacen las mamás: dan otra vida,
sufren, pero luego son felices, gozosas porque han dado otra vida. Da alegría;
el amor da a la luz la vida y da incluso sentido al dolor. El amor es el motor
que hace ir adelante nuestra esperanza. Lo repito: el amor es el motor que hace
ir adelante nuestra esperanza. Y cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Amo?
¿He aprendido a amar? ¿Aprendo todos los días a amar más?, porque el amor es el
motor que hace ir adelante nuestra esperanza.
Queridos
hermanos y hermanas, en estos días, días de amor, dejémonos envolver por el
misterio de Jesús que, como un grano de trigo, muriendo nos dona la vida. Es Él
la semilla de nuestra esperanza. Contemplemos al Crucificado, fuente de
esperanza. Poco a poco entenderemos que esperar con Jesús es aprender a ver ya
desde ahora la planta en la semilla, la Pascua en la cruz, la vida en la
muerte. Pero yo quisiera darles una tarea para la casa. A todos nos hará bien
detenernos ante el Crucificado – todos ustedes tienen uno en casa – mirarlo y
decirle: “Contigo nada está perdido. Contigo puedo siempre esperar. Tú eres mi
esperanza”. Imaginando ahora al Crucificado y todos juntos decimos a Jesús
Crucificado, tres veces: “Tú eres mi esperanza”. Todos: “Tú eres mi esperanza”.
Más fuerte: “Tú eres mi esperanza”. Más fuerte: “Tú eres mi esperanza”.
“La salvación solo viene de la Cruz, pero de
esta Cruz que es Dios hecho carne. No hay salvación en las ideas, no hay
salvación en la buena voluntad, en el querer ser buenos. No. La única salvación
está en Cristo crucificado, porque solo Él, como la serpiente de bronce ha sido
capaz de tomar todo el veneno del pecado que nos ha sanado ahí”. “Pero, ¿qué es
la cruz para nosotros?”, preguntó Francisco. “Sí, el símbolo de los cristianos,
es el símbolo de los cristianos. Y nosotros hacemos la señal de la cruz, pero
no siempre la hacemos bien, a veces hacemos así… Porque no tenemos esta fe en
la cruz. Otras veces, para otras personas es un distintivo de pertenencia: ‘Sí,
yo llevo la cruz como si fuese de un equipo, el logotipo de un equipo’”.
El Papa
recordó la primera lectura del día: “Dios dice a Moisés: ‘Quien mire la
serpiente será curado’. Jesús dice a sus enemigos: ‘Cuando veáis levantado al
Hijo del hombre, entonces conoceréis’. Quien no mira la cruz, así, con fe,
morirá en sus propios pecados, no recibirá la salvación”. “Hoy la Iglesia nos
propone un diálogo con este misterio de la cruz, con este Dios que se ha hecho
pecado por amor a mí. Y que cada uno de nosotros pueda decir: ‘Por amor a mí’.
Y podamos pensar. ¿cómo llevo yo la cruz?, ¿cómo un recuerdo? Cuando hago el
signo de la cruz, ¿soy consciente de lo que hago?; ¿cómo llevo yo la cruz?,
¿Solo como un símbolo de pertenencia a un grupo religioso?, ¿cómo llevo yo la
cruz?, ¿cómo un ornamento?, ¿cómo una joya con muchas piedras preciosas, de
oro? ¿He aprendido a llevarla sobre mis hombros, donde hace daño? Que cada uno
de nosotros mire el Crucifijo, mire a este Dios que se ha hecho pecado para que
nosotros no muramos en nuestros pecados y responda a estas preguntan que os he
sugerido. “Morir en el propio pecado es alguno feo”, señaló el Papa al
mencionar cómo el pueblo de Israel se encontraba en el desierto y no soportaba
la travesía, por lo que “se aleja del Señor” y “habla de Moisés y del Señor”.
Llegan entonces unas serpientes que los muerden y provocan su muerte y Dios
pide a Moisés que construya una serpiente de bronce y la levante para que todo
aquel que haya sido mordido, al mirarla, sea sanado. La serpiente “es símbolo
del diablo”, “el padre de la mentira”, “el padre del pecado, el que ha hecho
pecar a la humanidad”. Y Jesús recuerda: “Cuando yo sea levantado en alto,
todos vendrán a mí”. “La serpiente de bronce sanaba” pero “era signo de dos
cosas: del pecado hecho de la serpiente, de la seducción de la serpiente, de la
astucia de la serpiente; y también era señal de la cruz de Cristo. Era una
profecía”. (Núm. 21,4-9) (catequesis sobre la cruz, Papa Francisco).