DOMINGO XXVI   (A)  (Mateo, 21, 28-32)

¡Señor! Haznos ver que todos necesitamos de tu perdón y misericordia.

 

-  Esta Parábola de los dos hijos, confirma y pone de manifiesto, con diáfana claridad, aquella verdad que recoge el conocido refrán castellano:

                          “Obras son amores y no buenas razones”.

   La Parábola le sirve al Señor para recriminar la hipocresía de los fariseos.

-  Y es que, ¡y vamos de refranes!, “una cosa es predicar y otra dar trigo”. Cuando llega la hora de actuar, si lo prometido exige algún sacrificio, con frecuencia, se suelen olvidar las promesas y los compromisos contraídos.

-  El Señor nos deja  claro que lo que, en definitiva, importa y El valora son:

                        - Las obras, y no las vanas palabras.

                        - Los hechos, y no las bonitas  e ineficaces promesas.

Y Jesús, ¡no se anduvo por las ramas! “Os aseguro – les dice - que los publicanos  y las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos”.

-  Si tenemos en cuenta que el Señor está dirigiéndose a los sumos sacerdotes y a los ancianos de Israel, (que se consideraban lo más selecto de la sociedad de su tiempo), esa comparación con publicanos y prostitutas, debió herir, en lo más profundo, a aquella élite de Israel:

-  Pero, con la mano en el corazón, (como he dicho en otras ocasiones),  ¡aquí hay “tela” para todos! Todos hemos de sentirnos aludidos porque…, con mucha  frecuencia:

-  También nosotros somos amigos de “las buenas razones” y, con frecuencia, olvidamos, las…,obras que son amores”!

-         Y, como los escribas y fariseos, en otras ocasiones, ¡nos hemos creído más justos y mejores que los demás! Por eso, ha de servirnos a todos estas advertencias de Jesús a los fariseos. ¡La Parábola va para todos!

-  Con esta “odiosa comparación”, - que diríamos nosotros -, el Señor quiere transmitirnos una importante enseñanza: Los publicanos y las prostitutas, al tener conciencia de su condición de pecadores, podían sentir, en cualquier momento, la necesidad de conversión, si se les presentaba la ocasión, (como le ocurrió a María Magdalena o a Zaqueo), y pudieron cambiar de vida y llegar a querer al Señor apasionadamente. Por el contrario, cuando uno se cree justo y no siente la necesidad de su conversión, como les ocurría a los fariseos (y nos puede suceder a nosotros), podemos estar viviendo,  permanentemente tranquilos, en la mediocridad, sin plantearnos nunca la necesidad que tenemos de esa conversión por la que, precisamente, nos hacemos amigos de Dios y merecemos del Reino de los Cielos.                                                                                   Guillermo Soto