Domingo XXX del tiempo ordinario/A

Amor a Dios y amor al prójimo

 

El evangelio nos narra que algunos fariseos se pusieron de acuerdo para poner a Jesús a una trampa. Un doctor de la Ley le preguntó: ‘¿Maestro, cuál es el mandamiento más grande de la ley?’. Jesús le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el grande y primer mandamiento”. Y el segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús no los inventa…; la novedad consiste en que Él junta estos dos mandamientos -el amor de Dios y el amor por el prójimo- revelando que estos son inseparables y complementarios, son dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios. (Francisco, Ángelus, 26 de octubre de 2014).

Amar a Dios es centrar mi vida en Dios: qué piensa Dios, qué dice Dios, qué quiere Dios…Y yo lo mismo. Qué me pide Dios a mí, ¡no al vecino!, ahora ¡sin darle largas!, ya, ¡sin hacerme el sordo! Y aquí está, obras, que eso es el amor. Amar a Dios es abandonar los ídolos y convertirnos al Dios vivo y verdadero, para servirlo (2ª. lectura).

El amor a Dios y al prójimo, contemplando la esencia de Dios, que es amor, es reconocer a Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, acoger al otro, como verdadero hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas van juntas. ¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir en concreto esta nueva ley, la ley del Espíritu Santo que actúa en nosotros, la ley de la caridad, del amor! (Francisco, 12 de junio de 2013).

Por tanto, la confesión de Dios se realiza en la vida, en el camino de la vida; no basta decir: yo creo en Dios, el único; sino que requiere preguntarse cómo vivo este mandamiento. En realidad, con frecuencia se sigue viviendo como si Él no fuera el único Dios y como si existieran otras divinidades a nuestra disposición.

La religión consiste en amar a Dios. La verdadera religión comienza con el amor y la entrega total de la vida a Dios. Este amor a Dios debe salir de nuestro corazón y convertirse en amor a los hombres. Observemos el orden de los mandamientos: primero debe venir el amor a Dios y después el amor al prójimo. Sólo podemos querer verdaderamente a los hombres si amamos a Dios. Esto sucede porque hemos sido creados a su imagen y semejanza.

Dios es el primero que cumple el mandamiento del amor. Dios Padre por amor nos entrega generosamente a su Hijo-Cordero inmaculado e inmolado para nuestra salvación (primera lectura). Jesús por amor nos entrega el sacerdocio, la Eucaristía y el mandamiento del amor (evangelio y segunda lectura). Sólo necesitamos manos y corazón para recibir estos regalos maravillosos y agradecerlos con amor.

Así como Dios es en sí mismo amor, la esencia de la vida cristiana es el amor. Donde hay amor hay Paz, perdón: el amor cubre todo. Para calificar una comunidad cristiana, su identidad, podemos preguntarnos cómo es la actitud de nosotros los cristianos: ¿En nuestra familia, en nuestra parroquia, en nuestro presbiterio hay disputas entre nosotros por el poder? ¿Disputas de envidia? ¿Hay chismorreo? De ser afirmativo, no estaríamos en el camino de Jesucristo. Esta peculiaridad es muy importante, muy importante, porque el demonio busca separarnos siempre, siembra el odio y la discordia y la lucha por el poder. Es el padre de la mentira, del odio y de la división.

En la sociedad actual el amor a Dios y al prójimo es un factor insustituible. Si eliminamos el amor a Él y al hermano, con más facilidad se abre el camino a la impaciencia, a la rabia y al odio entre los hombres. Así, la paz y la convivencia fraternal desaparecen. Por consiguiente, nos podemos preguntar: ¿puedo decir que amo a Dios sobre todas las cosas? ¿Cómo lo demuestro: sólo con palabras o también con obras, “pues obras son amores y no buenas razones”? ¿Puedo decir que amo al prójimo, mínimo como a mí mismo? ¿Puedo decir que amo al prójimo como Cristo lo ama? ¿Lo demuestro con mi paciencia, bondad, misericordia, donación, preocupación sincera por él, ayuda concreta?

Señor, que me deje amar por ti, para que después pueda amarte como te mereces y amar al prójimo, como tú lo amas. Perdóname tanto egoísmo en mi vida, que es contrario al amor. Que tome conciencia que al final de mi vida se “me examinarán del amor”.

 

SEGUNDA SUGERENCIA PARA LA HOMILÍA

El amor a Dios y al prójimo

 

         La verdadera religión: amor a dios y al prójimo

Las lecturas de este domingo nos hablan del amor… del amor en sus dos dimensiones: amar a Dios y amar al prójimo.  En estos dos mandamientos se encierra la voluntad de Dios, la cual nos ha sido revelada en la Sagrada Escritura.  Nuestra relación con Dios va en sentido vertical y nuestra relación con el prójimo va en sentido horizontal, como formando una cruz, en la cual uno y otro eje son indispensables.  No puede separarse uno del otro.

Dios es Amor. “Dios es amor” nos dice S. Juan (1 Jn 4, 8). Como el ser y el obrar son inseparables en Dios, todas sus obras son fruto de su amor infinito. Entre todas las criaturas, el hombre, creado a su imagen y semejanza, es el objeto principal de su amor: “Mis delicias están con los hijos de los hombres” (Prov 8, 31). Por eso, habiendo perdido el hombre la relación con Dios a causa del pecado original, y sufriendo por ello, como consecuencia,  la muerte del alma, Dios, por amor, se comprometió  a salvarle a toda costa. S. Juan nos lo dice así: “Porque tanto amó Dios al mundo,  que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Este amor incondicional y generoso ha de ser, pues, la norma de comportamiento para todo cristiano.

2.- La perfección del cristiano está en amar. A los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y  manifestamos la voluntad de seguir a Jesucristo, nos  ha dicho el Señor: “Sed perfectos, como vuestro  Padre celestial es perfecto” (Mt5, 48). La perfección de Dios se manifiesta en su amor: por eso, después de lavar los pies a sus discípulos, dice: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn13, 15). Y en la reflexión que les ofrece después que Judas había salido para entregarle, añade: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros” (Jn13, 34). Enseñándoles cómo debía ser ese amor, añade: “como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán que sois discípulos míos” (Jn13, 34-35).

3.-  La ley del amor es la ley de la Iglesia. La ley del amor es la ley de la Iglesia fundada por Jesucristo. Cuando el Señor envía a sus Apóstoles, fundamento de su Iglesia, para que anunciaran el  Reino de Dios, les dice: “El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado” (Mt 10,  40). La Iglesia ha de predicar siempre a Jesucristo en quien y, por quien, se hace presente el Reino de Dios. Y Jesucristo es la expresión plena del amor de Dios. Por tanto, la Iglesia, que es el Cuerpo de Jesucristo y le tiene como Cabeza, no puede realizarse como tal si no vive y predica el amor a Dios y el amor de Dios que no hace distinción de personas. Por eso  “toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la palabra y los sacramentos…y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres”[1]. En consecuencia, la Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra”[2]. “Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia” [3].

4.- La Iglesia es el sujeto de la caridad. La caridad no es un ejercicio de la Iglesia reservado a algunos especialmente capacitados y dedicados a este servicio. Es un deber de todos y cada uno de los bautizados. El amor a Dios y al prójimo son inseparables. Quien ama a Dios no puede olvidar el amor al prójimo; ambos tienen su origen en Dios que nos ha amado primero y que nos ama siempre. Por tanto, nuestro amor no es una imposición de Dios o un precepto para mayor perfección. Es, sencillamente, una respuesta o una  correspondencia lógica y necesaria a Dios que nos ha amado primero [4].

La verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. San Juan de Ávila escribió que “el que hace al otro un beneficio, le da algo que tiene; pero el que ama, se entrega a sí mismo con todo lo que tiene, sin que le quede algo más para dar”. Por eso antes que un mandato, “el amor es un regalo, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de modo que, como una semilla pueda también germinar dentro de nosotros, y desarrollarse en nuestra vida”.

En efecto, cuando hay amor al prójimo por el amor a Dios, hay familias, comunidades de paz y en paz: aquí no hay lugar para el chismorreo, para las envidias, para las calumnias, para las difamaciones. Donde hay amor hay Paz, perdón: el amor cubre todo. Para calificar una comunidad cristiana su identidad, podemos preguntarnos cómo es la actitud de nosotros los cristianos: ¿En nuestra familia, en nuestra parroquia, en nuestro presbiterio hay disputas entre nosotros por el poder? ¿Disputas de envidia? ¿Hay chismorreo? De ser afirmativo, no estaríamos en el camino de Jesucristo. Esta peculiaridad es muy importante, muy importante, porque el demonio busca separarnos siempre, siembra el odio y la discordia y la lucha por el poder. Es el padre de la mentira, del odio y de la división.

En la sociedad actual el amor a Dios y al prójimo es un factor insustituible. Si eliminamos el amor a Él y al hermano, con más facilidad se abre el camino a la impaciencia, a la rabia y al odio entre los hombres. Así, la paz y la convivencia fraternal desaparecen.

Con el mandamiento del amor que se proclama hoy en el evangelio, Jesús nos indica cuál ha de ser nuestra actitud ante su Palabra: escucharla, meditarla y guardarla en el corazón, haciendo de nuestra vida un testimonio gozoso y continuo de caridad. Que la Virgen María, Madre del Amor hermoso, sea para todos modelo de constancia y fidelidad en el bien obrar”.