XXXIII Domingo del Tiempo
Ordinario, Ciclo A
El
talento de atender a los pobres
Este domingo es la Jornada
Mundial de los Pobres, instituida por el Papa Francisco, para que “en todo el
mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo
concreto del amor de Cristo por los últimos y más necesitados” (Mensaje del
Papa, n.º 6) y para que las experiencias de atención a
los pobres nos lleven a un verdadero encuentro con los pobres y a un estilo de
vida caracterizado por el compartir con ellos los bienes. En un mundo en el que
“emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos
pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la
explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la
pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Todos estos pobres —como
solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico»
(1963) y obligan a la opción fundamental por ellos”. El Papa invita en este día
a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a mantener la
mirada fija en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra
solidaridad. Esta Jornada tiene como objetivo estimular a los creyentes para
que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la
cultura del encuentro. Al mismo tiempo, la invitación se hace extensiva a
todos, independientemente de su confesión religiosa, para que se dispongan a
compartir con los pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como
signo concreto de fraternidad.
En la familia humana
convivimos unos siete mil millones de personas y de manera más o menos directa
y cercana todos experimentamos los grandes sufrimientos de las tres cuartas
partes de la población mundial: los hambrientos, los emigrantes, los que no
pueden conseguir trabajo, los niños de la calle, todas las víctimas de la
injusticia social, de la desigualdad, de la corrupción económica, de la
explotación laboral, de la violencia y de la pobreza estructural en la que está
sumida la mayor parte de la humanidad. Cada día se nos mueren de pobres cuarenta
mil hermanos, de los cuales dieciseis mil son los más
pequeños, los niños. No olvidemos que todos ellos, los últimos, también son
hermanos nuestros, hermanos de la misma familia, que todos estamos en la misma
casa que todos debemos administrar muy bien.
Hay dos parábolas hacia el
final del evangelio de Mateo que pueden ayudar a la reflexión. La parábola de
la comparecencia de todas las naciones ante el Hijo del Hombre (Mt 25,31-46)
revela que en el mensaje de Jesús la relación de fraternidad con los más pobres
del mundo, con los necesitados y marginados es el gran vínculo de la familia
humana. La justicia a la que apela el primer evangelio se fundamenta en la
identificación plena de Jesús Resucitado con todo ser humano sumido en el
sufrimiento por carecer de los bienes y derechos humanos más básicos y en la
consideración como hermanos suyos de todos ellos sólo por el mero hecho de ser
víctimas.
Y ésa puede ser la clave
para comprender también hoy la parábola anterior, la de los talentos (Mt 25,
14-30). Estructurada con tres personajes, es una parábola didáctica y de
juicio, según la cual un hombre, al irse de viaje, dio sus bienes a sus
siervos, a uno cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su
capacidad. Cuando regresó, arregló cuentas con ellos. Los dos primeros habían
duplicado los talentos y, por ser fieles y buenos, pasaron a la alegría de su
señor. Pero el tercero, el que sólo había recibido un talento tuvo miedo a la
exigencia de su señor y lo escondió en la tierra, impidiendo así todo tipo de
avance y desarrollo de los bienes recibidos. A éste se le quitó lo que tenía y,
por ser un siervo malo y holgazán quedó fuera de la alegría de su señor.
Esta parábola no es tanto
un elogio de la productividad, cuanto una llamada exigente a la
responsabilidad, pues no importa mucho la cantidad resultante al saldar las
cuentas sino el talante de trabajo, el valor del riesgo y el sentido de la
actividad, como expresión de una mística de servicio y responsabilidad en
la convicción de que todo lo que se
recibe y de lo que se dispone es un don de Dios y que, al final, ante él ha de
responder todo ser humano. Por ello el premio es el mismo para todo aquel que
sea bueno y fiel, un premio no cuantitativo ni proporcionalmente recompensatorio de la cantidad producida sino cualitativo y siempre desbordante: entrar en la alegría del
Señor. Sin embargo, para quien vive bajo
el miedo estéril, para quien sólo busca egoístamente su seguridad personal, ni
siquiera lo que ha recibido le permite vivir en un gozo auténtico, pues no ha
entrado en esa mística de la gratuidad, del servicio y de la responsabilidad.
La gratuidad implica un
talante profundo que permite comprender todas las realidades básicas como
auténticos dones. Todo aquello que hemos recibido es don. Todo son dones
recibidos, dones que proceden del Señor de la vida, aunque algunos no lo
reconozcan ni lo agradezcan. Es decir, todo aquello de lo que disponemos es de
Dios en su origen y lo hemos recibido para cumplir una misión y desarrollar una
misión. Pero son dones de Dios, a él le pertenecen y ante él hay que dar
cuenta, más tarde o más temprano, por lo cual es mejor aprender a dar cuenta
cada día. Por eso la misma vida biológica, desde el origen del embrión humano
hasta el último aliento vital, la libertad de toda persona, la dignidad de cada
ser humano, su singularidad específica e irrepetible son dones y, porque son
tales, se reconocen después como derechos inalienables. También las capacidades
personales, los recursos disponibles y las posibilidades de desarrollo son
dones recibidos por los que se debe dar gracias, y los creyentes lo hacemos
agradeciéndolo a Dios, que es el auténtico Señor.
El servicio supone el
desarrollo de todos los talentos recibidos con una orientación altruista y
amorosa, que considera a los otros, y especialmente a los últimos y a los
pobres, los destinatarios del bien que genera en cada persona el desarrollo de
lo recibido. Los siervos elogiados por su bondad y fidelidad al señor son
premiados por ser sobre todo siervos, es decir “servidores”, que despliegan sus talentos en el servicio a
lo que su Señor quiere. Y la voluntad del Señor es que se sirva especialmente a
los pobres y necesitados como recuerda la última parábola de ese mismo capítulo
de Mateo. En este marco destaca el elogio de la mujer hacendosa que hace el
libro de los Proverbios (Prov 31,10-13.19-20.30-31) y
dice de ella que vale más que las perlas, que trae ganancias y no pérdidas para
su casa y finalmente, tras admirar su trabajo, su habilidad y su eficacia,
resalta su amor al pobre: “Abre sus manos al necesitado y extiende el brazo al
pobre”.
El papa Francisco puso de
relieve en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium el destino fundamental de los dones recibidos en
consonancia con la opción preferencial y envangélica
por los pobres : “La solidaridad es una reacción
espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino
universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La
posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de
manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse
como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde” (EG 189). Así
pues, el servicio del que hablamos es especialmente el servicio a los pobres.
Por último el gran valor
resaltado en la parábola es la responsabilidad. La responsabilidad es el
sentido de la dignidad humana que nos impulsa desde la conciencia a dar
explicación, ante los otros y ante Dios, del desarrollo de los dones recibidos.
La responsabilidad significa dar respuesta
acerca de aquello que se ha recibido como don, como encargo, como vocación
y como misión. De todos los dones y de su desarrollo, cada cual debe dar
cuenta, como mínimo, ante su conciencia y, como máximo, ante el Señor Dios.
En la parábola de Mateo
además, los siervos, encargados de velar por los intereses de su señor hasta su
vuelta, se identifican particularmente con los dirigentes de la sociedad y de
la Iglesia. Sus talentos son los dones recibidos, las capacidades personales y
los medios a su alcance para desarrollar con gran responsabilidad los encargos
recibidos en la gestión de los bienes económicos y a favor de las personas a
las que sirven, pero sobre todo, los principales talentos son los dones propios
de Jesús y que proceden del Evangelio, los grandes valores del Reino de Dios,
cuya gran riqueza han de apreciar haciéndolos crecer en esta historia, y por
cuyo desarrollo han de velar. Y los grandes talentos que hemos de desarrollar
todos en la Iglesia y en el mundo, especialmente por parte de los que tienen
mucho, son el amor liberador hacia los últimos, la fraternidad con los
desheredados, la solidaridad con los
pobres y el servicio a los que sufren.
Y esto hemos de hacerlo
todos los creyentes con espíritu de gratuidad gozosa, de servicio desinteresado
y de responsabilidad exigente. Esta es la bondad y la fidelidad a la que nos llama el evangelio de hoy en el servicio a Dios y a los
otros, particularmente de los pobres y marginados. Creo que este camino,
trazado en sus fundamentos por el evangelio, es el sendero que conducirá a una
transformación real de esta sociedad decadente y en estado crítico. Para
despertarnos de la posible desidia y del raquitismo del corazón, para sacarnos
de la frecuente holgazaneria en la que a veces nos
vemos involucrados y para convertirnos de nuestras posibles
irresponsabilidades, podría servirnos el final descrito en la parábola como
juicio fatal contra el siervo inútil, holgazán, irresponsable, egoísta y
temeroso. El destino personal del siervo infiel fue la tiniebla, “el llanto y
el rechinar de dientes”, lo cual es una imagen, repetida hasta cuatro veces en
el evangelio de Mateo, que debe servir como palabra amenazante que nos llama a
la vigilancia y a la conversión de todo tipo de conducta desagradecida, egoista e irresponsable.
San Pablo nos advierte que
el día del Señor vendrá sorprendentemente (1Te 5,1-6). Y cuando estén diciendo
“Paz y seguridad”, entonces sobrevendrá la ruina. Pero no debería haber
sorpresa para los creyentes, los hijos de la luz, pues estos están viviendo con
sobriedad y vigilancia. En la Iglesia oramos para que el Señor, que viene
sorprendentemente cada día en los rostros sufrientes del mundo y en cada uno de
los pobres de la tierra y que viene definitivamente como Señor al final de la
vida, nos encuentre siempre activos en el crecimiento de los valores del Reino,
cuyo déficit es el fundamento de esta gran crisis de humanidad en la cual nos
encontramos. El horizonte último que nos aguarda, si somos siervos buenos y
fieles, es entrar en la alegría del Señor.
José Cervantes Gabarrón,
sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura