33ª semana del tiempo
ordinario. Miércoles: Lc 19, 11-28
Jesús había salido ya de
Jericó e iba camino arriba hacia Jerusalén. En Jericó habían sucedido dos cosas
importantes: la curación del ciego y la autoinvitación
a la casa de Zaqueo, donde este hombre se había convertido hasta lo más difícil
que es devolver con creces lo robado. Había muchos de los acompañantes que
estaban entusiasmados pensando que ahora sí en Jerusalén declararía establecido
el Reino de Dios. Seguramente algunos se lo dirían. Jesús en este momento debe
aclarar una vez más que el Reino de Dios no es como ellos pensaban, en sentido
material. Y una de las enseñanzas que les da es por medio de la parábola que
nos trae hoy el evangelio.
Como muchas de las
parábolas tiene datos raros para nosotros, que eran más comprensibles para los
oyentes de Jesús. Sin embargo lo importante era el mensaje, que es también para
nosotros, y que nos debe ayudar en nuestra vida cristiana. Es muy posible que
al poner el ejemplo se basase en algo real que había sucedido hacía unos
cuantos años. Arquelao, el hijo de Herodes el Grande, quería ser rey de esa
parte de Judea, donde estaba Jericó, y para ello fue a Roma a pedir el título
de rey al emperador. Como no era muy bien visto por muchas personas, también
fueron a Roma un grupo de personas notables para pedir que no se lo dieran,
aunque esta petición fue infructuosa. Jesús añadió quizá aspectos tiránicos que
pintaban el cuadro común entonces de muchas autoridades, como había sido en la
familia de Herodes.
Aplicada la parábola a
Jesús, nos quiere decir que muchos también van a rechazar el reino de Jesús,
que es reino de paz y amor, porque se empeñan en creer que debe ser de
esplendor material y poder. Y hasta muchos gritarán contra El, deseando su
muerte, como iba a pasar después de pocos días. Hoy nos dice Jesús que antes de
pertenecer a ese Reino, en su totalidad o plenitud, hay un plazo de tiempo en
que debemos negociar espiritualmente con unos bienes que El nos da.
Este es el mensaje principal
de la parábola. En ésta no se fija si uno tiene más dones que otro, como en
otras parábolas. Lo que nos dice es que lo que tenga cada uno debe
desarrollarlo para honra de Dios y bien de la humanidad. Uno puede producir más
y otro menos. Todos tendrán su premio según el esfuerzo que hayan hecho. Lo que
está muy mal es que esos dones se guarden, como hizo aquel que guardó su mina u
onza de oro en un pañuelo hasta que viniera el rey. Y lo peor de este mal
siervo es que echaba la culpa al mismo rey, por ser hombre severo. En el plano
religioso es un mal grande echar la culpa a Dios de muchas cosas, cuando en
realidad Dios es bueno por necesidad y nos ama más de lo que podemos pensar.
Jesús vendrá un día a
pedirnos cuentas de cómo hemos usado nuestras facultades. Es lo mismo que decía
en otras parábolas: Nosotros no somos dueños de las cosas que tenemos, sino que
somos administradores. Y tenemos muchas cosas materiales y espirituales. Dios
nos da dones de paz, de esperanza y consuelo. Son dones para que se multipliquen.
Debemos con ellos hacer que el Reino de Dios se desarrolle, primero en nosotros
mismos y luego o al mismo tiempo en los demás. Lo que no se debe hacer es ser
empleados holgazanes, que nos contentemos con ir pasando el tiempo sin hacer
nada de provecho. Por lo tanto el hacer apostolado no es algo que es para unos
pocos, como otros se dedican al deporte u otra dedicación material. Hacer
apostolado, aunque sólo sea con el ejemplo, debe ser una preocupación propia
del ser cristiano.
Debemos poner interés en
hacer bien las cosas pequeñas para luego poder hacer bien las grandes. Es como
un niño que, si hace bien sus deberes y otras pequeñas obligaciones, estará
capacitado para hacer bien las cosas cuando sea grande. ¿Cómo le va a dar un
rey la administración de diez ciudades, si no ha podido administrar bien una
sola? Así también a nosotros, cuando Dios vea que empleamos bien los dones que
ahora nos da para administrar, un día nos dará bienes por encima de todo lo
merecido.