33ª
semana del tiempo ordinario. Sábado: Lc 20, 27-40
Estamos ya casi terminando el
año litúrgico. Hoy nos habla
La resurrección es una
realidad, pues debemos razonar que Dios nos tiene que haber destinado para otra
vida superior. Y por ello tiene sentido esta vida mortal. Hay personas que no
ven sentido a esta vida y acaban suicidándose o matando. Para nosotros hay una
solución cuando lo sabemos ver con los ojos de la fe.
Para los saduceos la palabra “resurrección”,
como para algunos de nosotros, se les hacía imposible porque pensaban en una
resurrección al estilo de lo que hizo Jesús con Lázaro, como si la vida futura
fuese igual que la de aquí. En la otra
vida habrá continuidad, ya que seremos los mismos que aquí sentimos y
pensamos; pero no habrá igualdad. Jesús nos dice que seremos “como los
ángeles”. Es decir, que nuestra vida no estará sujeta a las limitaciones que
aquí tenemos, pues allí no se trabaja, no se sufre ni se come ni se procrea ni
se muere. A veces hablamos del cielo en forma imaginativa, como para niños,
pero cada vez debemos llegar al concepto más espiritual de nuestra vida eterna.
Por eso más que resurrección, que nos hace pensar en una vida parecida a la
presente, deberíamos decir: exaltación, glorificación. Allí no tendrán valor
cosas que aquí nos pueden separar como diferencia de sexos, dignidades, dinero,
poder material, sino otros valores más de Dios como amor, alegría y paz.
La fe en la otra vida es lo único que puede
dar sentido humano a la historia y al progreso. Y es la solución a la verdad de
un Dios absoluto, creador y que es esencialmente bueno. Dios, que es vida y
alegría, ha sembrado en nosotros semilla de una esperanza de eterna felicidad.
Para el creyente, el tesoro más precioso no es la vida que se tiene, sino la
que se espera. Si, como es verdad que aquí hay muchas cosas muy hermosas y que
debemos trabajar para que todo progrese y para que todos se sientan más
felices, entonces: ¡Cómo será aquella vida que Dios nos tiene preparada para
que seamos de verdad felices!
Si creemos en la otra vida,
en la resurrección, lo debemos testificar con las obras de la fe: la
generosidad del cristiano, su sentido de responsabilidad profesional, su
espíritu de servicio, su disponibilidad para el bien, su espíritu de justicia,
su sencillez, humildad, alegría y comprensión. Todo esto es lo que nos hace
creíbles ante los demás, de que en verdad creemos y esperamos en algo que vale
la pena.
El creer, como los
saduceos, que la muerte es el fin total de la vida, sería como dar un paso
atrás; esta nuestra vida sería un absurdo. Jesús nos enseña que morir es el
acto supremo de la vida, es pasar de esta vida a la otra. Existe la alianza con
Dios y Él no permitirá que el ser humano, ligado a Él en su vida, se hunda en
la nada.
Termina el evangelio
diciendo que algunos escribas o maestros de la ley, que sí creían en la
resurrección, expresaron su agrado a las argumentaciones de Jesús. Quizá porque
eran contrarios de los saduceos, que habían quedado mal parados. Así que nadie
más quiso hacerle preguntas a Jesús.