Domingo 34 del Tiempo Ordinario (A)
Jesucristo, Rey del Universo
PRIMERA LECTURA
A
vosotras, mis ovejas, voy a juzgar entre oveja y oveja
Lectura de la profecía de
Ezequiel 34, 11-12. 15-17
Así dice el Señor Dios: «Yo mismo en persona buscaré a
mis ovejas, siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño,
cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las
libraré, sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de
oscuridad y nubarrones. Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré
sestear -oráculo del Señor Dios-. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las
descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas: a las gordas y
fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido. Y a vosotras, mis ovejas,
así dice el Señor: Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho
cabrío.»
Salmo responsorial Sal 22, 1-2a. 2b-3. 5. 6. El Señor es mi pastor, nada me falta.
SEGUNDA
LECTURA
Devolverá a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo
para todos
Lectura de la primera carta de
san Pablo a los Corintios 15, 20-26. 28
Hermanos: Cristo resucitó de entre los muertos: el
primero de todos. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la
resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida.
Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después, cuando él
vuelva, todos los que son de Cristo; después los últimos, cuando Cristo
devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y
fuerza. Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de
sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté
sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios, al que se lo había
sometido todo. Y así Dios lo será todo para todos.
EVANGELIO
Se
sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros
Lectura del santo evangelio según san Mateo 25, 31-46
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando
venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará
en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él
separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y
pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el
rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el
reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y
me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me
hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la
cárcel y vinisteis a verme.” Entonces los justos le contestarán: “Señor,
¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?;
¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo
te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” Y el rey les dirá: “Os
aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos,
conmigo lo hicisteis.” Y entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mi,
malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque
tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui
forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en
la cárcel y no me visitasteis.” Entonces también éstos contestarán: “Señor,
¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la
cárcel, y no te asistirnos?” Y él replicará: “Os aseguro que cada vez que no lo
hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.” Y
éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»
El juicio final
En fuerte
contraste con otras parábolas suyas, que se distinguen por su extrema
sencillez, aquí Jesús realiza un alarde de imaginación y nos dibuja un cuadro
magnífico y solemne. La misma idea del juicio final evoca sentimientos
tremendistas, nos hace imaginar escenarios terribles. Basta pensar en la fuerza
y el dramatismo expresados en el célebre juicio final de Miguel Ángel en la
Capilla Sixtina. Por eso hay quienes creen que el Juicio final está pensado
para asustar al ser humano con ese género de representaciones que contrastan
mucho con sus (nuestras) preocupaciones cotidianas, mucho más modestas. Estas
preocupaciones habituales e inevitables las resumía muy bien el filósofo
Epicuro en lo que él llamaba “el grito de la carne”: “no tener hambre, no tener
sed, no pasar frío”, o, si se quiere, en un lenguaje más actual, “un bienestar
razonable”.
¿Se
corresponde realmente el juicio de Dios con esas ideas tremendas, terribles y
alejadas de la cotidianidad pedestre de nuestra vida?
En realidad,
el juicio de Dios es “final” no, sobre todo, porque esté al final cronológico de
la historia (sea ésta la historia universal, sea la pequeña historia que es la
biografía de cada uno), sino porque trata de las dimensiones últimas, definitivas,
pero realmente presentes, si bien no siempre de modo totalmente consciente, en
la vida de cada día.
Hay que empezar
diciendo que el juicio de Dios es, como todo juicio, un discernimiento y, por
tanto, un proceso. En él, en la “fase de instrucción” o recogida de rastros y
pruebas, Dios ha salido en busca del hombre, de modo parecido a cómo un pastor
va en busca de su rebaño disperso, como de forma tan expresiva y bella describe
el profeta Ezequiel en el texto de la primera lectura. Va Dios a la busca del
que se ha perdido, de los “perdidos”. Esa pérdida (de sí) era ya toda una
sentencia: el hombre se condena a sí mismo a muerte cuando se aleja de la
fuente de la vida, de Aquel que se la ha regalado. Y si esa es la sentencia que
el hombre dicta contra sí mismo (la que los seres humanos dictan además unos
contra otros, de manera directa o indirecta, mediante la violencia y el odio, o
mediante la indiferencia y el olvido egoísta), Dios ya ha juzgado de manera
definitiva (un verdadero juicio final) sin apelación posible: su sentencia ha
sido la misericordia y el perdón. Pero, como la otra sentencia, la de muerte,
ya se ha hecho presente por el juicio (o la falta de él) del ser humano (Adán),
Dios ha asumido esa sentencia sobre sí, y la ha padecido en Jesucristo. Y así,
venciendo la muerte desde dentro, ha abierto a todos las puertas del perdón y
de la vida, de la resurrección. Ese juicio de Dios es lo que con tanta
concisión y fuerza nos transmite hoy la primera carta de Pablo a los Corintios.
Pero si todo
esto es así, ¿a qué viene –podríamos preguntar– esa parábola grandiosa del
juicio final? Más allá de la grandiosidad del escenario (requerido, sin
embargo, por la seriedad de lo representado en él), reparemos en su contenido,
en lo que Jesús nos quiere decir. Lo primero que nos dice es que ese juicio
final también es un proceso que está sucediendo todos los días (también en fase
de instrucción): no es algo que está en un lejano y brumoso futuro
escatológico, sino precisamente en esa cotidianidad a la que nos referíamos al
principio. En segundo lugar, se nos dice que, si el Juicio de Dios es el perdón
y la misericordia, y esa sentencia ya ha sido dictada de una vez y para siempre
en la muerte y resurrección de Jesucristo, ahora somos nosotros los que nos
juzgamos a nosotros mismos: en la medida en que acogemos esa capacidad de
compadecer (= padecer con) de Dios con nosotros y la proyectamos sobre los
demás, precisamente sobre los que padecen (y, ¿quién no padece de un modo u
otro?). Es decir, ese “grito de la carne” del que hablaba Epicuro, ese es el
contenido del juicio que está en curso cada día, y en el que nosotros nos
juzgamos a nosotros mismos. Pero si ese grito brota de modo espontáneo de la
carne de cada uno referido a sí, aquí se nos habla de acoger el grito de
aquellos que pasan hambre y sed, o están desnudos o solos o enfermos… Escuchar
y responder. Sabemos lo que es padecer esas necesidades, pues todos estamos
hechos de la misma pasta, todos tenemos carne; por tanto, podemos comprender
los padecimientos ajenos, y participar en ellos, antes que nada no
provocándolos (evitar ser causa del hambre o la sed, o el sufrimiento de nadie)
y, en segundo lugar, tratando de remediarlos en la medida de nuestras
posibilidades. Nadie puede decir que esos problemas no le conciernen, que no
tiene que ver con ellos. Si no tenemos que ver con los sufrimientos de nuestros
semejantes, ¿con quién tenemos nosotros que ver? Al decir eso, ¿no estamos
dictando sentencia contra ellos, abandonándolos en su situación de necesidad, y
contra nosotros mismos, rechazando la compasión y la misericordia que Dios nos
ofrece? El juicio es discernimiento, y lo que separa o discierne a los seres
humanos unos de otros no es, ante todo, ni el sexo, ni la raza, la
nacionalidad, el nivel económico ni el de instrucción, ni siquiera, sobre todo,
la confesión religiosa, sino la capacidad de compadecer, que es la que hace
presente en la cotidianidad pedestre de nuestra vida y de sus preocupaciones
más elementales lo que de definitivo, “final”, no pasajero ni mortal hay en la
vida humana.
La sorpresa
de los juzgados para la vida o para la condenación (“¿Cuándo, Señor no te
atendimos?”) nos ayuda a comprender que en nuestra vida, aún sin ser del todo
conscientes de ello, está continuamente presente el mismo Dios: el rostro de Cristo
es el de nuestros semejantes, y de modo especial el de los que pasan necesidad.
Realmente, el primer y principal sacramento de Dios en la tierra, su forma más
universal y directa de presencia real, es el hombre, cada ser humano concreto,
especialmente en sus sufrimientos. Ese “no saber” (que estaban desatendiendo a
Cristo) tiene un significado muy concreto, que vale incluso para los que “saben”,
para los creyentes que reconocen en los demás, sobre todo en los pobres, el
rostro de Cristo. Y es que al compadecer, ayudar, visitar, consolar… no lo
hacemos “para” salvarnos; como si
fuera posible “comprar” la salvación a base de buenas obras; como si éstas
fueran una técnica religiosa “para ir al cielo”. Cuando respondemos con
misericordia (que incluye la justicia y es su forma suprema) a las necesidades
ajenas, lo hacemos “porque” la
salvación ya está operando en nosotros de un modo u otro; y la prueba de ello
es nuestra capacidad de salir del círculo egoísta de nuestras necesidades y
abrirnos a las necesidades de los demás. Esto es, lo hacemos por amor a ellos.
Pero, ¿no es el amor la presencia de lo absoluto, definitivo y final, del mismo
Dios, en nuestro mundo pasajero y mudable? Sí. Ese es el juicio de Dios y ese
ha de ser el contenido del Juicio final, como dijo San Juan de la Cruz: “Al
atardecer de la vida nos examinarán de amor”. O, como más lacónicamente aún
dice San Pablo: “el amor no pasa nunca” (1 Cor 13, 8).