Domingo 1 de Adviento (B)
PRIMERA LECTURA
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!
Lectura del libro de Isaías 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7
Tú, Señor,
eres nuestro padre, tu nombre de siempre es «Nuestro redentor». Señor, ¿por qué
nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?
Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases
el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste, y los
montes se derritieron con tu presencia, jamás oído oyó ni ojo vio un Dios,
fuera de ti que hiciera tanto por el que espera en él. Sales al encuentro del
que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas airado, y
nosotros fracasamos; aparta nuestras culpas, y seremos salvos. Todos éramos
impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como
follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu
nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos
entregabas en poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro
padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano.
Sal 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19 R.
Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
SEGUNDA LECTURA
Aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los
Corintios 1,3-9
Hermanos:
La gracia y
la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con
vosotros. En mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la
gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús. Pues por él habéis sido
enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha
probado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros
que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá
firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de
Jesucristo, Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo,
Jesucristo, Señor nuestro. ¡Y él es fiel!
EVANGELIO
Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el
dueño de la casa
Lectura del santo evangelio según san Marcos 13,33-37
En aquel
tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: - «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo
es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio
a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad
entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o
a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente
y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo, digo a todos: ¡Velad!»
La espera y la esperanza
En el
corazón el hombre, de todo hombre, habita un anhelo de bien, de felicidad, de
plenitud, en definitiva, de salvación. Este anhelo puede revestirse de los más
diversos ropajes, de las ideas y representaciones más dispares, pero, en el
fondo, todos deseamos que nos vaya bien, que nuestra vida no se malogre; y esto
incluye, naturalmente, que tal suerte abrace también “a los nuestros” (cuyos límites,
si bien se piensa, se ensanchan hasta incluir a la humanidad entera). Es una
sed de amar y ser amado bajo la que late el secreto deseo de Dios. Podemos
racionalizar este deseo de mil formas: confiando en una futura realización
fruto del progreso de la humanidad, esa idea tan activa y potente de la época
moderna, como indefinida y confusa; o bien, negándolo, diciéndonos (cómo hacen
los “postmodernos”) que es una utopía irrealizable y resignándonos a ello.
La fe
cristiana (ya desde sus raíces veterotestamentarias)
nos dice que ese deseo no es una utopía huera y sin esperanza. Pero nos
recuerda también que no es algo que el hombre pueda construir con sus propias y
solas fuerzas. La tentación de crear torres de Babel es permanente en la
historia humana. Sabemos bien cómo suelen terminar: puesto que una tarea
imprescindible para alcanzar la plenitud del bien (el bienestar y la justicia)
es la eliminación del mal en todas sus formas, los intentos de realizar la
utopía suelen empezar por la tarea de destruir el mal y lo que se consideran
sus causas, lo que suele terminar en algún régimen de terror que se dedica
sobre todo a destruir a los malvados (a los que la utopía de turno así
califica).
Lo que la fe
cristiana nos dice es que ese anhelo que habita en el corazón del hombre, y que
lo sostiene en la dificultad y le hace esperar la superación del mal que le
atenaza, es un don de lo alto, un don de Dios, igual que la vida, la libertad y
la dignidad humana. ¿Supone esto, acaso, una invitación a la pasividad, a
“esperar sentados”? No, en modo alguno. La esperanza cristiana es una espera
activa, que prohíbe toda pasividad. Jesús lo expresa hoy con una plasticidad
insuperable: estar a la espera significa velar; y velar significa realizar con
responsabilidad la tarea que se nos ha confiado. Decía Ortega que la vida es
quehacer, pues la vida nos da mucho que hacer. Y es verdad. Se nos ha entregado
un espacio de responsabilidad y, lo queramos o no, tenemos cosas que hacer.
Para vivir con responsabilidad y hacer las cosas que tenemos que hacer, no de
cualquier manera, sino “bien”, como se deben hacer, hay que vivir
conscientemente, con los ojos abiertos, con el corazón despierto. De esa
manera, emerge a nuestra conciencia la tensión de la esperanza que se activa
por ese anhelo originario de bien que nos habita por dentro inevitablemente,
pero a veces de manera inconsciente, a veces aturdida por el aluvión de las
preocupaciones cotidianas, como árboles que nos impiden ver el bosque. La
esperanza activa y consciente nos abre los ojos para descubrir que nuestro
anhelo de bien y plenitud tiene sentido y, por eso, tienen sentido nuestros
esfuerzos y quehaceres cotidianos, que no se limitan a maniobras de distracción
para una supervivencia efímera y condenada a la nada.
La Navidad
es el rostro concreto de la esperanza cristiana, la respuesta que la fe
cristiana ofrece a ese anhelo latente del corazón humano. Pero hemos de tener
cuidado. Celebramos litúrgicamente la Navidad, le ponemos fecha, podemos
programarla gracias al calendario. Mas lo que la Navidad significa y representa
no es posible programarlo a fecha fija. No es posible programar, por ejemplo,
la adquisición de la virtud, ni el acontecimiento del amor. Nos haría sonreír
con incredulidad que alguien nos dijera que, dadas sus ocupaciones, ha planeado
enamorarse justo dentro de un año y medio, y que calcula que en tres años de
ejercicios continuados habrá alcanzado la virtud de la paciencia (y, ya
puestos, en uno más, la de la prudencia). Las dimensiones más importantes de la
vida no son el cumplimiento voluntarioso y previsible de un plan, sino un
acontecimiento que se hace presente en la vida como un don. Y, sin embargo, no
es un don totalmente inesperado: es, por el contrario, aquello que hemos
esperado largo tiempo, por lo que nos hemos esforzado poniendo las condiciones
para que ese acontecimiento tenga lugar alguna vez, sin que, sin embargo,
podamos forzar su advenimiento.
El Señor
viene a nuestra vida. La Navidad no es sólo el recuerdo de un hecho histórico
sucedido de una vez y para siempre, no es, sobre todo, una efeméride en el
calendario. La encarnación del Hijo de Dios en la historia de la humanidad hace
unos 2017 años es un acontecimiento que debe suceder de nuevo en la vida de
cada uno de nosotros. Cada cual tiene su historia. Aquí no caben esquemas fijos
ni fórmulas preconcebidas. Pero sí cabe permanecer en vela, abrir los ojos,
purificar el corazón, esforzarse por el bien, elevar al Señor una plegaria, en
definitiva, vivir en esa activa esperanza en que una conciencia despierta
convierte el anhelo humano de plenitud y felicidad.
Que nadie piense
que ese acontecimiento está vetado para uno mismo: Dios adquiere rostro humano
para todos, y llama a la puerta de cada uno. Y que nadie crea que para él eso
ya ha sucedido (pues tiene ya fe y la practica): el que cree haber abierto ya
la puerta ha de saber que ese acontecimiento nunca está concluido del todo, y
debe realizarse siempre de nuevo a un nivel de mayor profundidad. Pues así como
nadie le es a Dios extraño, tampoco puede creer nadie que ya lo conoce o posee
suficientemente.
La verdadera
esperanza consciente y activa nos libra de la desesperación y de la presunción.
La palabra que Jesús nos dirige hoy es una llamada esencial, que apunta al
centro del corazón humano, de todo hombre: “Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”; es decir, no
os encerréis en esquemas estrechos y rígidos; no os dejéis amodorrar por la
rutina; no seáis prisioneros de vuestras seguridades (ni siquiera de vuestras
pretendidas virtudes y buenas obras); no le pongáis puertas al campo, ni queráis
encerrar al sol en aerosoles; abríos a dimensiones nuevas, abrid los ojos y el
corazón, levantad la cabeza, el horizonte es más grande que vuestra mirada y la
medida de vuestros sueños mayor que el recorrido de vuestras piernas.
Que nuestras
limitaciones (que tan claramente experimentamos) no nos hagan desesperar de
nuestras posibilidades, infinitamente mayores que aquellas, gracias sencillamente
a la fuente inagotable de nuestro origen: “Señor, tú eres nuestro padre,
nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”.