1ª semana de Adviento. Lunes: Mt 8, 5-11

Estamos en el tiempo de Adviento en el que consideramos que viene el Mesías salvador. Pero no sólo venía a salvar a los israelitas, sino a todo el mundo. Con este fin podemos considerar, en este tiempo, esta escena de Jesús con aquel centurión romano de Cafarnaún.

Jesús solía estar muchas veces en esa ciudad de Cafarnaún, ya que solía ser como el centro de sus operaciones apostólicas. Por lo tanto su doctrina y especialmente sus milagros debían estar en los comentarios de los vecinos de esa población. También tuvieron que llegar esos comentarios a los oídos del centurión.

Había, en efecto, una pequeña guarnición de soldados romanos que atendía la seguridad y el orden en la población y en los alrededores. Al mando estaba un centurión romano. Pero, a diferencia de otros soldados romanos que odiaban a los judíos, este centurión tenía amigos entre ellos y apreciaba su religión. Tanto que, según otro evangelista, había contribuido en gran manera a la construcción de la sinagoga.

 Un día se le puso muy enfermo un criado, a quien apreciaba mucho. Aquel centurión, que era hombre bueno, buscaría las maneras humanas para curarle. Al no poderlo hacer con los médicos, pensó en Jesús y fue a pedir la curación.

Lo maravilloso de este hombre es su fe, que supera la de aquellos mismos judíos que le habrían contado los hechos portentosos de Jesús. Y como la fe es obra de Dios, Dios mismo estaba impulsando los buenos deseos del centurión para ir al encuentro de Jesús y hacerle la petición.

“Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. Aquí debemos admirar en este centurión su fe y su delicadeza para con Jesús. Su fe, porque cree en la fuerza curativa de Jesús aun en distancia. No le hace falta que Jesús toque al enfermo, ni se ponga en camino. Le basta con que Jesús lo quiera y desde lejos lo haga.

Al mismo tiempo el centurión no está ordenando, sino suplicando. Es una oración humilde. Es centurión y por lo tanto es una dignidad. Sin embargo ante Jesús se siente indigno de que vaya a su casa. Por eso Jesús le alaba por su gran fe. Es una fe que supera a los hijos, muchos o la mayoría, de Abraham, Isaac y Jacob.

Hoy Jesús nos da una gran lección: Para Él no hay distinción de raza ni nación. Para Jesús lo que vale es el corazón. Una religión en concreto servirá para mejorar el corazón; pero lo que Jesús mirará, y lo que valdrá en el juicio final, será la grandeza y bondad del corazón. Y lo que no valdrá será el corazón raquítico.

Otra gran virtud que muestra el centurión es la delicadeza para con Jesús. En su trato con los judíos aquel centurión se habría dado cuenta, y quizá hasta lo habría comentado, sobre la repulsión que sentían muchos israelitas, especialmente los dedicados a la religión, como los maestros de la ley, a entrar en las casas de los gentiles o paganos. Por eso quiere evitar a Jesús ese “mal trago” de tener que entrar en la casa de un pagano, aunque piense en el buen “corazón” de Jesús.

Varias son, pues, las virtudes que el evangelio nos pone como ejemplo a seguir en aquel centurión. No es que lo quiera poner como ejemplo sólo el evangelista, sino que es el mismo Cristo, quien nos lo pone de ejemplo.

Por eso tengamos fe que, para ser de la buena, tiene que estar envuelta en humildad y sobre todo en mucho amor. Y pongámonos en las manos del Señor. Él que es bueno sabe si nuestras peticiones son de su propio agrado. Muchas veces para que sean de su agrado basta que estén adornadas con la humildad, confianza y el amor. Desde ese momento la petición es del total agrado del Señor y nuestra vida será mucho más feliz estando en sus manos, para poder estar definitivamente con Él en la eternidad.