4ª semana de Adviento. Domingo B: Lc 1, 26-38
Todos los años el último
domingo de Adviento la Iglesia
nos trae la figura de la Virgen María. Ella es la que mejor se preparó
para la primera Navidad y Ella será la que mejor nos puede ayudar para hacer
una digna preparación para recibir a Jesús en nuestro corazón el día de
Navidad. De hecho toda nuestra vida es como un Adviento continuo de preparación
para el gran encuentro con el Señor al final de nuestra vida. Iremos mucho
mejor preparados, si vamos de la mano de nuestra Madre del cielo o si aceptamos
estar siempre en sus brazos. Para ello debemos aprender su gran esperanza,
símbolo del Adviento, y su completa confianza en la voluntad de Dios.
Este año el evangelio nos
trae la Anunciación
a María del gran misterio “escondido por los siglos”, pero ahora revelado, como
dice hoy san Pablo en la segunda lectura. En la primera lectura se nos dice
cómo el rey David quería hacer una casa digna al Señor y cómo le dice Dios que
le va a regalar otra casa perpetua, que significa la sucesión de la dinastía
hasta que llegara el Salvador. El misterio que ahora revela el ángel a María es
que ese sucesor de David va a ser Dios mismo que se hace hombre. Jesús en su
vida no se atribuyó a sí mismo ese título de “hijo de David”, aunque sí se lo
daban, por no alimentar el nacionalismo fácil y peligroso. La intención del
evangelio es decirnos que ese Hijo de Dios está enraizado en nuestra naturaleza
humana.
Esto sería realidad gracias
a la aceptación de María. Jesús viene a salvarnos, pero quiere nuestra
colaboración para la salvación. Y la primera colaboración consciente y libre
será la de su madre. No es a “ojos cerrados”: María escucha y pregunta para
enterarse. Y cuando se da cuenta, sin grandes investigaciones, que es la
voluntad de Dios, acepta y pronuncia el “hágase” tan importante para la
historia de la humanidad.
Así Jesús entra en la
historia de la humanidad por el “sí” de las personas humildes, pobres, atentas
a la voluntad de Dios. No fue fácil para la Virgen. Era un cambio
muy grande en sus planes de vida, era comenzar una vida incierta y difícil por
el hecho de ser virgen y madre. ¿Cómo le iba a decir a José y a sus parientes
que aquella maternidad era “obra del Espíritu Santo”? Pero se arroja en los brazos
amorosos de Dios. Porque el seguir la voluntad de Dios siempre tiene que ser
algo bueno: Dios no puede querer algo malo para nosotros. El “hágase” de María
es un profundísimo acto de fe y de confianza absoluta en el poder y en los
planes de Dios. Es como presentar la vida ante Dios, como si fuese una hoja en
blanco para que Él escriba lo que quiera y como lo quiera. Esto es fácil
decirlo. Muchas veces el que se haga la voluntad de Dios en nosotros es como
una fórmula; pero luego en realidad lo que queremos es que Dios haga nuestra
voluntad. Nos cuesta aceptar cambiar los planes que hemos hecho.
María no cae en el desaliento ante las dificultades y el dolor.
Esta aceptación de la voluntad de Dios es la mejor preparación para que Jesús
venga a reinar en nuestra alma. La fe no es un simple asentimiento frío
intelectual a unas verdades, sino que es sobre todo donarse totalmente y sin
condiciones a Dios nuestro Señor.
A veces cuando se dicen
frases como las anteriores, a uno le entra un poco de tristeza; pero el hecho
es que la voluntad de Dios es alegría. Cuando el ángel le va a anunciar
el gran plan de Dios, comienza con: “Dios te salve”, que en la lengua original
es: “Alégrate”. Lo primero que Dios quiere de María es la alegría. Y por eso
ante la turbación, le dice el ángel: “No temas”, porque cualquier mensaje
verdadero de Dios debe traernos la paz. Es el signo de la presencia de Dios.
Esa es la alegría y paz que Dios nos anuncia para la Navidad. Vayamos
de la mano de la Virgen
y no temamos entregarnos al Señor. A veces la fe va unida a cierta oscuridad y
aparentes desconsuelos. Todo ello viene por nuestra insuficiencia en la escucha
de la palabra de Dios y falta de meterla en nuestro corazón. Aprendamos de
María en estos días y los días de Navidad serán más alegres si buscamos hacer
la voluntad de Dios.