Navidad/B (Is 52, 7-10; Heb 1, 1-6; Jn 1, 1-18)

El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros

Resuenan en nuestro ánimo las palabras del evangelista san Juan: “Et Verbum caro factum est – El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). En Navidad Dios ha venido a habitar entre nosotros; ha venido por nosotros, para quedarse con nosotros. Una pregunta recorre estos dos mil años de historia cristiana: “¿Pero por qué lo hizo, por qué Dios se ha hecho hombre?”. El amor es la razón última de la encarnación de Cristo. Dios es amor absoluto. El Dios que contemplamos en el pesebre es Dios-Amor. Y el único modo de glorificar a Dios y de construir la paz en el mundo consiste en la humilde y confiada acogida del don de la Navidad: el amor.

Navidad, el amor, es el cumplimiento del eterno Plan de Dios: convivir con el hombre porque lo ama. Ya desde el Paraíso, cuando el Señor visitaba a nuestros primeros padres al caer de la tarde, así como en la tienda de reunión durante la travesía del desierto. Y luego en el Templo de Jerusalén, lugar privilegiado de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Siempre es el mismo intento: habitar entre los hombres. Y ahora ello llega a su plenitud: Dios planta su tienda en la historia. Es Emmanuel, es decir, Dios con nosotros. ¡Alegrémonos, porque hoy es Navidad!

Así Dios es Dios con nosotros, Dios que nos ama, Dios que camina con nosotros. Éste es el mensaje de Navidad: el Verbo se hizo carne. De este modo la Navidad nos revela el amor inmenso de Dios por la humanidad. De aquí se deriva también el entusiasmo, nuestra esperanza de cristianos, que en nuestra pobreza sabemos que somos amados, visitados y acompañados por Dios; y miramos al mundo y a la historia como el lugar donde caminar juntos con Él y entre nosotros, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva.

Con el nacimiento de Jesús nació una promesa nueva, nació un mundo nuevo, pero también un mundo que puede ser siempre renovado. Dios siempre está presente para suscitar hombres nuevos, para purificar el mundo del pecado que lo envejece, del pecado que lo corrompe. En lo que la historia humana y la historia personal, de cada uno de nosotros, pueda estar marcada por dificultades y debilidades, la fe en la Encarnación nos dice que Dios es solidario con el hombre y con su historia. Esta proximidad de Dios al hombre, a cada hombre, a cada uno de nosotros, es un don que no se acaba jamás. ¡Él está con nosotros! ¡Él es Dios con nosotros! Y esta cercanía no termina jamás. He aquí el gozoso anuncio de la Navidad: la luz divina, que inundó el corazón de la Virgen María y de san José, y guio los pasos de los pastores y de los magos, brilla también hoy para nosotros.

El Verbo de Dios pone su tienda entre nosotros, pecadores y necesitados de misericordia. Y todos nosotros deberíamos apresurarnos a recibir la gracia que Él nos ofrece. En cambio, continúa el Evangelio de san Juan, “los suyos no lo recibieron” (v. 11). Incluso nosotros muchas veces lo rechazamos, preferimos permanecer en la cerrazón de nuestros errores y en la angustia de nuestros pecados. Pero Jesús no desiste y no deja de ofrecerse a sí mismo y ofrecer su gracia que nos salva. Jesús es paciente, Jesús sabe esperar, nos espera siempre. Éste es un mensaje de esperanza, un mensaje de salvación, antiguo y siempre nuevo. Y nosotros estamos llamados a testimoniar con alegría este mensaje del Evangelio de la vida, del Evangelio de la luz, de la esperanza y del amor. Porque el mensaje de Jesús es éste: vida, luz, esperanza y amor.

Por consiguiente, la Navidad es una oportunidad privilegiada para meditar sobre el sentido y el valor de nuestra existencia. Esta solemnidad nos ayuda a reflexionar, por una parte, sobre el dramatismo de la historia en la que los hombres, heridos por el pecado, están permanentemente buscando la felicidad y un sentido satisfactorio de la vida y la muerte; por otra parte, nos exhorta a meditar sobre la bondad misericordiosa de Dios, que ha salido al encuentro del hombre para comunicarle directamente la Verdad que salva, y hacerle partícipe de su amistad y de su vida.

Vivamos la Navidad con humildad y sencillez, recibamos el don de la luz, la alegría y la paz que irradian de este misterio. Acojamos la Navidad de Cristo como un acontecimiento capaz de renovar hoy nuestra existencia. Que el encuentro con el Niño Jesús nos haga personas que no piensen solo en sí mismas, sino que se abran a las expectativas y necesidades de los hermanos. De esta forma nos convertiremos también nosotros en testigos de la luz que la Navidad irradia sobre la humanidad.

Pidamos a María Santísima, tabernáculo del Verbo encarnado, y a san José, silencioso testigo de los acontecimientos de la salvación, que nos comuniquen los sentimientos que ellos tenían en el nacimiento de Jesús, de modo que podamos conservar el gozo de la fe y vivir animados por la persona y la doctrina del Niño de Belén. ¡Feliz Navidad a todos!