Sagrada Familia y María Madre de Dios
Eclesiástico 3,
2-6. 12-14; Colosenses 3,12-21; Lucas 2, 22-40; Números 6, 22-27; Gálatas 4,
4-7; Lucas 2, 16-21
«El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la
gracia de Dios lo acompañaba»
31 diciembre 2017- 1 enero 2018
P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero aprender a amar como Jesús me ama. Poniendo mi
vida al servicio de los otros. Dejando que sea el otro el que marque mi camino.
No impongo nada. Renuncio a mis deseos»
Me falta confiar más en los planes de Dios. Confiar más en ese «Dios con nosotros».
En ese Dios que se hace carne y camina a mi lado, me sostiene y hace
fecunda mi vida, desde mi pobreza. Ese Dios que acampa en medio de mis días. El
otro día vi una película: «Se armó el
Belén». En ella se cuenta con
respeto y delicadeza el nacimiento de Jesús. Me quedé pensando en una idea que recorre
toda la película. José y María se agobian ante las pequeñas dificultades del
camino. Un burro tozudo que no quiere tirar del carro, una rueda rota, el
cansancio, la incapacidad para cuidar de un niño que va a nacer y es Dios. José
casi se desespera sintiéndose tan pequeño para dar a María y al hijo de Dios
una digna posada. Esos pensamientos los turban y a la vez crece en ellos la
fuerza interior para seguir adelante. Han dado su sí. Quieren confiar. Han
asumido una misión imposible sobre sus hombros tan débiles. Él tan solo un
carpintero. Ella una niña llena de pureza e inocencia. Todo parece demasiado
grande, demasiado peligroso. La película muestra dos realidades. La historia
que recorren los hombres, José y María camino a Belén. Y la de los animales. No
se entienden entre ellos al no hablar el mismo lenguaje. En la película son los
animales los que salvan a José, a María y al niño de una muerte segura, de un
peligro inminente. Los protegen sin que ellos lleguen a saberlo. Al mirar lo
que hacen los animales pensaba en Dios actuando en mi vida. Yo digo que sí a
sus planes imposibles. A la misión que supera mis fuerzas y en el camino me
agobio por cosas pequeñas, por obstáculos casi insalvables. Sufro ante las
pequeñas y grandes contrariedades del camino. Me frustro, me quejo, me enfado.
Conmigo mismo, con Dios. Pero sigo adelante. He dado mi sí. Al mismo tiempo no
soy consciente de lo que hace ese «Dios
conmigo». Dios va velando mis pasos, va desbrozando el camino para que yo
avance seguro. Allana los senderos por los que camino con paso dubitativo.
Elimina los peligros de los que no soy consciente. Me abraza sin que vea sus
manos, sintiendo a veces su calor. Y me dice al oído, muy quedo, sin que yo lo
oiga, cuánto me quiere. Esa realidad escondida, que yo no veo, es todo lo que
hace Dios para cuidar mis pasos. Es la misteriosa acción del Espíritu salvando
mi vida del peligro. Y yo me quejo de las pequeñas cosas que quedan a mis pies.
¡Qué alma más pobre tengo! ¡Qué ciego soy y qué frágil! Me cuesta ver su amor
protegiendo mi vida. Me quejo de lo que no controlo. Al final de la película,
María le pregunta con inocencia al burro: «¿Dónde
has estado metido toda la noche?». El burro la mira con ternura. Había
estado salvándole la vida y Ella no lo sabía. Así me pasa a mí. En ocasiones le
pregunto a Dios enfadado o triste: «¿Dónde
has estado metido toda la noche? ¿Dónde has estado cuando más te necesitaba?».
Pienso en la noche de mis penas. En la noche de mi cruz. En la noche de mis
pérdidas. En la noche de mis dolores. Y me creo que ha estado ausente y
despreocupado. Y yo he estado solo. Cuando todo lo que ha hecho Dios conmigo en
silencio, sin que yo lo vea, es sólo por mí. Por salvar y proteger mis pasos.
Me mira con ternura, porque no entiendo. Me gusta esa mirada tierna de Dios.
Está conmigo sin que yo lo vea. Me ama sin que yo lo perciba. Me habla sin que
lo escuche. Está conmigo cada momento del camino. Me sostiene y me abraza. Me
ayuda a confiar. ¡Me da tanta paz! Cuando no confío sufro anticipadamente por
cosas que tal vez nunca lleguen a suceder. Decía el P. Kentenich: «¡Cuántas preocupaciones de día y de noche!
Y sin embargo nuestra preocupación más grande era estar despreocupados,
fundados en una ilimitada confianza en el cuidado paternal de Dios»[1]. La confianza de
José y María es la que me sirve hoy de referencia. La confianza de los pobres
que lo poseen todo en Dios porque no poseen nada seguro en la tierra. Y no
dependen de que la vida les sonría siempre. De que sus planes siempre se hagan
realidad. La confianza ilimitada en un amor que vela por mí mientras yo duermo
y descanso. Y coloca una columna que me esconde de los peligros. Y acelera o
retrasa mis pasos para que pueda llegar a mi objetivo. Y esconde de mi mirada
tantos peligros posibles. Y realiza sin que yo lo sepa todo lo que necesito
para ser fiel a la misión que me encomienda. Quiero confiar más en ese Dios que
me quiere a mí como su hijo más preciado. Leía el otro día: «Muchos se proponen elaborar su pasado.
Reflexionar sobre su futuro. Buscar los dones de Dios y no a Dios mismo. Hay
que buscar a Dios y confiar que Él nos lo dé todo por añadidura»[2]. Buscar a Dios y no
querer entenderlo todo. Y agradecer porque mientras duermo me mantiene seguro
en sus brazos. Guía mis pasos torpes. Me levanta cuando caigo y temo. A veces
siento, como José y María, que mi misión es imposible. Demasiado pesada para mí.
Demasiado difícil. Y dudo y temo. Dejo de ver a Dios actuando en mi vida.
Cuidando mis pasos. Levantando puentes que me hagan más fácil llegar. Y
haciendo que mis semillas den frutos que yo mismo desconozco. Por eso decido
mirar confiado el futuro que se abre ante mis ojos. Y agradecer por la misión
de vida que me ha sido confiada. Me cuesta mucho dar gracias cuando veo el vaso
medio vacío. O mi vida medio incompleta. Y me da pena pensar que no puedo
llegar más lejos. Hoy miro a Dios que acampa en medio de mi vida. Miro su
fuerza, su poder y veo que lo puede todo. Tal vez no realiza las cosas como le
pido. No allana mi camino a mi manera. Pero vela para que llegue a la meta y no
desfallezca. Pone ángeles que me guardan en medio de la cruz. Personas que me
quieren con su amor limitado. Protegen mi vida sin que yo lo sepa. Y hacen más fácil mis pasos en medio de mi
desierto.
Tiene algo la Navidad de paz familiar. De encuentro de corazones. Pero, ¿y si no es posible? ¿Y si pesa más el
rencor en mi alma? ¿Y si no he perdonado o no he sido perdonado por alguien a
quien amo o creía amar? Tiene la Navidad algo de paz ideal y perfecta que no
siempre existe. De sonrisas limpias y miradas inmaculadas. De silencios
sagrados y palabras oportunas. De oraciones profundas elevadas como incienso en
la presencia del Niño Dios. Pero, ¿y si mis silencios son tensos y mis palabras
son bruscas? ¿Y si no logro estar a solas con Dios ni un solo momento? ¿Y si
los rencores guardados no me dejan estar en paz con quien me ha herido? Sueño
con una vida familiar perfecta. Pero no me resulta. Busco un encuentro hondo de
corazón a corazón. Sin que hagan falta palabras que a veces lo pueden estropear
todo. Hoy escucho: «La palabra de Cristo
habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda
sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con
salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra
realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por
medio de Él». Miro este ideal y me siento tan lejos. Sueño con crear hogar,
con ser hogar para otros. Sueño con respetar, con querer bien, con proteger la
fama de los otros, con guardar su intimidad sagrada. Pero a veces mi vida no
les ayuda. Decido hoy cambiar mis esquemas. Tantas veces busco recibir. Sé que
regalar es dar sin esperar nada a cambio. No sé hacerlo. Siempre espero algo.
Sé que quiero amar porque quiero ser amado. Y no sé renunciar para que otros
sean más felices. Cuando renuncio, lo he visto, mi entrega hará que el cielo se
llene de estrellas. Cada renuncia. Una estrella. Una poesía que es oración lo
expresa de esta manera: «Tiene algo
extraño la vida. Cuánto más la retengo más vuela. Si la aprieto entre mis manos
se escapa. Si la abrazo con fuerza me esquiva. Decido dejar que viva. Y me
quedo ya más calmo. Esperando a que los tiempos de Dios sean mis tiempos. Y las
noches calmen ansias. Y los deseos no mueran. En el fuego de tu alma. No
pretendo ser yo más de lo que Tú quieras darme. Espero, aguardo y tiemblo, a la
puerta de tu vida, Jesús, con mi llave. Con mi alma. Y mis sueños y deseos.
Espero, aguardo y sueño. Como un niño. Y deseo dar mi vida como renuncia más
santa. El cielo lleno de estrellas. Los años son días que pasan. Dejo que mis
manos toquen a ese niño tan sagrado. Sin apretar tanta vida. Sin abrazarla con
fuerza. Me calmo». Así quisiera vivir. Dando paz a los que están conmigo.
¿Cuándo fue mi última renuncia voluntaria? Por amor, no porque no tenía más
remedio. ¿Cuándo decidí hacer feliz a alguien renunciando a mi deseo, dejando
de lado mi dicha personal? Creo que espero recibir más de lo que doy. Y me
pierdo tantas cosas que recibiría a cambio si fuera más generoso. Vivo
quejumbroso, esperando cosas de los demás. Los clasifico. Este está a la
altura. Esto otro me ha fallado. Aquel no ha cumplido con lo esperado. Este sí
que lo ha hecho bien. Evalúo continuamente el amor que me tienen los que me
rodean. Todos corren el peligro de no cumplir mis expectativas. Decido el que
me ama bien y el que me defrauda. Hago dos listas. Los buenos y los malos. Y me
lleno de amargura. Vivo sin paz en el alma. Siempre alguien me fallará, algún
día. Dejará de estar a la altura. Y yo me alejaré ofendido, herido. Así no
puedo vivir. Sé que vivo mal y no doy paz a los que amo. ¡Qué difícil es amar
sin llevar cuentas del amor recibido! ¡Cuánto cuesta renunciar a las cosas que
yo quiero! Deseo que mis planes ordenen la vida de los otros. Necesito
renunciar más a llevar yo el timón de mis días. Renuncio al cumplimiento de
todos mis anhelos. Es tan fugaz mi vida. Leía el otro día: «La vida, una vez que uno está en unión con Dios, se convierte en lo
que Dios disponga. Está llena de sorpresas. Hay una sola cosa que se puede
esperar con seguridad en el camino espiritual y es que aquello que tú esperas
que suceda, no va a suceder. Sólo al entregar y renunciar a todas tus expectativas
serás conducido»[3]. Quiero aprender
a vivir así, renunciando a mis expectativas. Tal vez de esta manera haré más
feliz la vida de los otros. De aquellos a los que digo amar. De aquellos que me
aman. A veces torpemente. Algo mejor otras veces. Fallan y aciertan. Igual que
yo. Sé que sin renuncia no hay amor verdadero. Sino solo el anhelo de una satisfacción
constante de todos mis deseos. Y como es imposible, mi amor estará siempre frustrado.
Miro a Jesús esta Navidad, entre mis manos. Renuncia a su poder, asumiendo mi
carne. Renuncia a saberlo todo, a poseerlo todo, para vivir en la indigencia,
en la inestabilidad, en la inseguridad de la vida del hombre. Renuncia a todo
por amor a mí. Para ponerse a mi altura y decirme que me ama. Que da su vida por
mí. La vida que yo retengo. Quiero aprender a amar esta Navidad como Él me ama.
No es tan sencillo. Amar poniendo mi vida al servicio de los otros. Dejando que
sea el otro el que marque mi camino. Sin querer imponer yo nada. Renunciando a
mis deseos. Decía Fernando Pessoa: «La renuncia es la liberación. No querer es poder». Renuncio a lo que deseo y me hago libre. Renuncio a lo inmediato para
abrazar lo eterno. Cuando renuncio, cuando no quiero algo, soy más libre para
darme a los demás. El deseo me hace esclavo. Y esa dependencia me aleja de las
personas a las que amo. Renuncio a mi poder para ser impotente. Renuncio a mis
planes para navegar más libre. Renuncio a mis rencores, para no tener el alma
esclava. Renuncio a lo que podría ser para que otros brillen más que yo.
Renuncio a proteger mis intereses, para que otros puedan recorrer libremente su
camino. Renuncio a mis pretensiones, para dejar que los otros sean lo que ellos
quieren ser. Renuncio al control sobre mi vida, sobre las personas, para dejar
que los demás puedan equivocarse. Renuncio a hacerlo yo todo para que puedan
ser otros los que marquen el camino. Renuncio a mis palabras para lograr que
mis silencios sean sagrados y me den hondura. Renuncio a mis planes para hacer
que los planes de los otros se hagan realidad. Renuncio a criticar para alabar
al que está a mi lado. Mi renuncia trae
vida, lo sé, y el cielo se llena de estrellas y esperanza.
Hoy pienso en todas las familias que tienen como modelo
la sagrada familia. Pienso en el ideal y lo lejos que a veces se encuentra la realidad.
Miro a José y a María en Belén. José mira a María. Ella
calla conmovida. Ha llegado Dios a sus manos en la carne de un niño. El sí que
pronunciaron se ha hecho realidad. Su Fiat sagrado. José mira a María. ¡Cuánto
la quiere! Miro hoy la intimidad que hay entre ellos. Su complicidad llena de
ternura. Miro sus miedos que les hacen dudar. Miro todos sus sueños guardados
en el alma. Veo a José preocupado de cada detalle. Miro a María calmando a José
cuando se preocupa demasiado por las cosas que no salen bien. María sonríe.
José la abriga. Carga él con lo más pesado. Ella se siente querida y cuidada.
Los dos velan al Niño esta noche. Los dos cuidan a Jesús en Belén. Los dos
huyen después con Jesús a Egipto. En sueños lo comprenden todo. Los dos educan
a Jesús en Nazaret cuando pueden regresar a casa. Años de silencio en los que
Jesús crece en alma y cuerpo, se fortalece. ¡Cuánta renuncia escondida en
treinta años de camino oculto! El amor siempre renuncia a los propios planes por
el otro. José y María renunciaron a tantas cosas por seguir el plan de Dios.
Sabían que Dios cuidaría de ellos toda la vida. Consagran su vida a ese niño que
es Dios, que es hombre, que es su mayor tesoro. Ese mismo Dios que toca hoy la
tierra y llega a mi vida. José creyó al ver a María creer. Sabe de golpe que todo
merece la pena sólo por estar con ella. María es el lugar de José. Su hogar
sagrado. Su seguro más verdadero. María mira a José. Se alegra de que Dios le
diera un hombre así para cuidar sus pasos. Un hombre justo, fiel. Se siente tan
amada por él. El amor entre ellos construye su casa. Es el pilar más sólido. El
más necesario. Ese amor matrimonial es tan sagrado. Pero sé que al mismo tiempo
el amor matrimonial es tan frágil. El amor de José y María es la referencia que
anima. Un amor que parece imposible en la tierra. Pero para Dios no hay nada
imposible. Un amor que todo corazón desea. Así quiere ser el amor de los
esposos. Un amor humano y frágil que sueña con ser un amor santo. Todos los
matrimonios están llamados a la santidad como comenta el P. Kentenich: «Queremos ser
santos no a pesar de estar casados y de las cosas de la vida conyugal, sino
precisamente porque estamos casados. Que el matrimonio sea un medio para la
santidad»[4]. Dios llama hoy al hombre a ser santo en ese camino particular para él
soñado. La vida matrimonial es camino de santidad. El amor matrimonial es algo tan
sagrado. Hay muchos matrimonios que viven muy santamente y son el testimonio
más cercano del amor que Dios nos tiene. Un reflejo del amor trinitario. Ojalá
hubiera cada vez más matrimonios santos o al menos que lucharan cada día por
llevar una vida santa. Dios me llama hoy a amar santamente. Miro el amor entre
los esposos y veo que es un camino hacia el cielo. El camino más directo que
Dios ha pensado para ellos. Pero muchas veces sucede que la familia no es una
escuela de santidad. Y el amor entre los esposos languidece, se enfría y deja
de expresar una honda ternura. Comienzan las tensiones, las distancias, el
desamor. Desaparece ese amor generoso que siempre soñaron. Ese amor fuerte que ha
de ser el fundamento de todo. El amor deja de expresarse en gestos. Hace falta
siempre que el amor se alimente de la renuncia y de la generosidad. Un amor que
no mida y acepte la asimetría como estilo de vida. Un amor que descanse en
el amor que Dios nos tiene.
El amor de Dios hace posible que el amor entre los esposos sea más
hondo. Miro a José y a María.
Miro su complicidad, su intimidad sagrada, sus silencios, sus palabras. Imagino
sus gestos y sus miradas. Comenta el Papa Francisco en su exhortación Amoris
Laetitia: «El amor de
amistad unifica todos los aspectos de la vida matrimonial, y ayuda a los
miembros de la familia a seguir adelante en todas las etapas. Por eso, los
gestos que expresan ese amor deben ser constantemente cultivados, sin
mezquindad, llenos de palabras generosas». Gestos de amor
que unen. Un corazón capaz de perdonar y reconciliarse. ¡Qué importante es
aprender a pedir perdón y perdonar en familia! ¡Qué necesario saber agradecer
siempre por todo lo que tenemos y recibimos! Estos gestos concretos de amor forman
parte de la rutina familiar. A veces los móviles, la televisión, las redes
sociales rompen la posibilidad de cultivar un diálogo profundo y sencillo. Se
convierten en una barrera que impide el encuentro profundo entre los esposos y
con los hijos. Es necesario dejar de lado todo lo que sea un obstáculo para el
diálogo. Una persona, mirando un día el típico Belén familiar en el que José y
María aparecen separados con el Niño en medio, escribió lo siguiente: «Ven, ¿por qué nos dibujan lejos en el
Belén? Ven, abrázame, eres mi refugio y mi hogar, José. Ven, acércate, toma mi
mano que sostiene a Dios. Ven, toma al niño, vamos a llenarlo de ternura los
dos. En el camino me cuidaste, mirándome sin parar. Cada noche me dormía bajo
tus ojos de paz. Tu ternura me sostuvo cuando me sentí perdida. Quiero vivir
siempre a tu lado en mi vida». Pensaba en el amor que se tienen José y
María. Pensaba también en su vida conyugal. A veces los hijos pueden alejar a
los esposos. Desaparece la ternura entre ellos volcada ahora en sus hijos. El
centro es el hijo, es verdad. Pero si se descuida el amor al cónyuge todos
pierden. Pierden los hijos que no tocan el amor que se tienen sus padres.
Pierden ellos mismos cuando se van separando suavemente, sin tensiones, pero
están cada vez más lejos en sus corazones. ¡Qué necesario cuidar esa ternura de
esposos! Si no digo nunca «te quiero»
en mi vida familia. Si no lo expreso con gestos. Si no le digo «te quiero» a mis padres, a mis hijos.
Si no digo lo que siento. Con el tiempo, de forma inexorable, la distancia
entre corazón y corazón será cada vez más grande. Es el drama hoy de tantas
familias. Es el origen de tantas crisis matrimoniales. Hoy escucho: «Como elegidos de Dios, santos y amados,
vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos
mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha
perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es
el ceñidor de la unidad consumada». La renuncia por amor. El diálogo
profundo como intercambio de corazones. La capacidad de construir ambientes de
paz donde crecer y echar raíces hondas. Ese don de Dios que me permite perdonar
las ofensas y las heridas y volver a empezar. Esa capacidad para admirarme de
lo bueno que tiene aquel con el que comparto mi vida. Esa habilidad para sacar
lo mejor de la persona a la que amo con cariño, con delicadeza, con respeto.
Esa lucha constante por expresar de forma sencilla mis afectos más profundos.
Para que una casa se convierta en hogar es necesario invertir mucho tiempo. Hace
falta calidad de tiempo y mucho amor. Un amor verdadero. Mucha ilusión. Mucha
alegría. Y que Dios esté presente en todo lo que hacemos. Comenta el Papa
Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «En el tesoro del corazón de María están también todos los
acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella conserva
cuidadosamente. Como los magos, las familias son invitadas a contemplar al Niño
y a la Madre, a postrarse y a adorarlo. Como María, son exhortadas a vivir con
coraje y serenidad sus desafíos familiares, tristes y entusiasmantes, y a
custodiar y meditar en el corazón las maravillas de Dios. La familia está
llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la
comunión eucarística para hacer crecer el amor y convertirse cada vez más en
templo donde habita el Espíritu». Es necesario aprender a adorar a Jesús
como familia. La oración en común es algo sagrado. Es importante tener un lugar
sagrado en casa donde rezar juntos. ¡Cuánto bien hace compartir la vida delante
de Dios! Agradecer por el paso de Dios en mi vida al final del día. Muchas
veces por pudor no rezo en alto, no comparto. Y se pierde ese enriquecimiento
mutuo. Ante Dios es importante poner
toda la vida en sus manos. Para que Él la bendiga y la cuide.
Acaba el año y me lleno de nostalgia. El corazón mira a Dios agradecido.
Me gusta mirar la actitud de los pastores en Belén: «Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que
habían visto y oído; todo como les habían dicho». Muestran con sencillez su
corazón agradecido. Han visto a Dios. Lo han tocado. La señal era verdad. Han
creído en un niño envuelto en pañales. Esa señal bastaba para creer. Me
gustaría mirar siempre así la vida. Agradecer y adorar por todo lo que recibo.
Alabar y arrodillarme sobrecogido ante Dios, cuando me siento indigno. Mirar
como un niño la vida. Asombrado, conmovido. Sentir que todo lo que tengo es un
don inmenso, un regalo inmerecido. No tengo derecho a nada. Quisiera mirar así
mi propia vida. Como María en Belén: «María
conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Quiero mirar mi
vida y dar gracias. Meditar todo lo que me sucede en mi corazón. Hay tantos
regalos ocultos en el camino. Muchas veces paso rápido por la vida. Paso con
prisa por encima de todas las cosas que me suceden. Veo a tantas personas. Digo
tantas cosas. Escucho tantas otras. Pero no me detengo en lo que me pasa. Salto
de una experiencia profunda a otra. Y de repente me detengo en lo que me falta.
En lo que me gustaría poseer. En lo que no me ha ocurrido. Y dejo de agradecerle
a Dios por lo que me ha dado. Necesito ser más niño, más como los pastores en
Belén, más como María meditándolo todo en su corazón. Por eso ahora, al acabar
el año, me detengo a dar gracias. ¿Cuáles han sido los momentos sagrados que
quiero agradecer de forma especial? Pienso en personas, en lugares, en
encuentros. Pienso en lo cotidiano de la vida donde Dios me ha hablado de
manera concreta. Observo las decisiones que he tomado. Las acertadas y las
equivocadas. Miro las novedades de este año que termina. Me atrevo a mirar también
las cruces, los dolores, las pérdidas, las enfermedades, las ausencias, los
fracasos, las derrotas. Me duele mucho. Pero miro esos dolores que me impiden
agradecer. A veces pienso, ¿cómo puedo agradecer por aquello que me ha dolido
tanto? El corazón no puede. Se resiste. No perdono a Dios. No perdono a los que
me han herido. Me cuesta. Sé que no puedo agradecer si Dios no lo hace en mí.
Si no llega con su fuego y me hace capaz de agradecer también por la cruz, por
lo que no deseaba que ocurriera y ocurrió. Por lo que me toca vivir ahora,
aunque no lo quiera. Para ser agradecido tengo que ser muy pobre. Porque el que
es pobre de espíritu, no exige y sólo puede agradecer. Y siente que no tiene
derecho a nada. El otro día leía sobre S. Ignacio: «Hay otra pobreza que uno abraza. Tiene algo de libertad en cuanto te
permite no vivir encadenado. Mucho de búsqueda de lo esencial, en cuanto educa
la mirada, la vida y el corazón. Es la pobreza de quien, agradecido, no exige.
Tiene que ver con el seguimiento de Jesús, un Jesús que también fue pobre y se
rodeó de gente sencilla»[5]. Cuando soy pobre
agradezco con más facilidad. Sigo a Jesús pobre y miro mi año con un corazón
sencillo. Todo es gracia. Todo es don. No tengo derecho a nada. Mirar así me
libera de mis cadenas, de mis exigencias, de mis críticas y condenas. Me hace
más dócil y positivo ante la vida. Me hace más alegre y agradecido. Sé que lo
que más me sana por dentro es ser positivo y ver lo bueno de todo lo que me
pasa. Cuando dejo de reclamar empiezo a agradecer. Cuando deja de molestarme que las cosas sean como son hoy, comienzo a
dar gracias por ellas.
Me detengo ante el nuevo año que inicio con la bendición
de Dios: «El Señor te
bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El
Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los
israelitas, y yo los bendeciré». Esta bendición me levanta al comenzar este
nuevo año. Lo miro con optimismo. Lo miro con alegría. Miro a María que viene a
mí a sostener mi vida. Ella me ayuda a crear un mundo nuevo. Es Reina de la
paz. Me enseña a vivir con paz. En palabras del P. Kentenich: «Regresen a sus casas con la firme
convicción de que María nos quiere utilizar como instrumentos para generar un
mundo nuevo, para guiar a la Iglesia a la ribera novísima de los tiempos. Porque
a ella, la Madre, le debemos que, a pesar de continuos fracasos, hayamos tenido
siempre el coraje de volver a aspirar a las cumbres»[6]. De la mano de
María soy capaz de mirar más alto. Veo las cumbres y los altos ideales que
encienden mi alma. Quiero que Ella me ayude a pasar por alto las pequeñeces
fijándome en lo realmente importante. Hoy me detengo ante María. Me arrodillo
en el Santuario al comenzar un nuevo año. Tengo miedos. Seguro que muchas
incertidumbres. Tal vez dolores y quizás por eso pienso que quiero que sea
mejor el próximo año que el pasado. Porque me duele el alma. Por la pérdida.
Por la enfermedad. Por el fracaso. Pero al mismo tiempo noto la mirada de Dios
sobre mi vida, la mirada de María. Me sostienen, me levantan, me bendicen. Lo
vuelven a hacer. Vuelven a creer en mí después de tantas decepciones. Recuerdo
cómo comencé el año que ha terminado lleno de buenas intenciones y sabios
propósitos. He visto cómo he dejado de lado aquello que al comienzo del año se
había convertido en necesario. ¿Por qué fallo tanto en lo que me propongo? Los
propósitos fallidos me desaniman. Leía hace poco: «Me contó: - Es que parece que con el año nuevo todo el mundo tiene
proyectos, enero es el mes de los propósitos y luego pasa lo que pasa. Entre
bromas quedamos que para ayudarles íbamos a establecer febrero como el mes de
la constancia, marzo el de la renovación de los propósitos, abril el de la
continuidad, mayo el de la actualización de las intenciones y junio el de la
tenacidad. Así por lo menos llegaríamos hasta el verano»[7]. Esa mentalidad me
parece más positiva. Por eso lo vuelvo a intentar ahora. Y lo miro así: «El inicio del éxito de cualquier propósito
es saber que en realidad podemos. El hecho de vivir hace que el acierto y la
felicidad, sean posibles»[8]. Me motiva pensar
que yo puedo hacerlo si lo que deseo lo emprendo con un corazón abierto y
valiente. Una persona rezaba: «A veces
hago propósitos partiendo de lo que soy o de cómo estoy. Y de repente surgen
estos sentimientos de desánimo que me desmontan mi plan de acción. Y me
desmorono. Lo peor es que no sé si son las dificultades propias del camino, o
eres Tú que me tocas el alma, para que cambie ese camino, ese plan, y aprenda a
abandonarme de otra forma. En ello estoy, Señor. Me quedo aquí contigo. Alegre. Intentando hacerlo
bien. Intentando dejarme llenar de ti. Siguiendo mis propósitos de entrega en
concreto. Atenta a los síntomas de orgullo que tu espíritu me muestre».
Dios me bendice. María me alienta
con su mirada que no desvía de mi alma. No quiero que sea como todos los años.
Aunque sé que soy débil y el ideal está más lejos que lo que alcanzo a
realizar. Lo pienso de nuevo. Pienso en lo que quiero, en lo que sueño. Sí
quiero proponerme ser más santo, más de Dios, más humano, más misericordioso.
Sí quiero ser más libre, más auténtico, menos crítico, más positivo, menos
quejumbroso. Sí quiero salir de mí mismo, de mis miedos y manías. Sí quiero
vencer el pesimismo y abrirme a lo nuevo con un corazón de niño. Sí quiero
tener más coraje, porque creo que es una virtud que escasea y quiero ser
valiente. No quiero desanimarme ante la primera dificultad. Sí quiero saber que
la vida me la da Dios para que la aproveche, siendo feliz y haciendo felices a
otros. Pero de nuevo, a medida que enumero mi lista de buenas intenciones, me
parece todo demasiado vago y general. ¿No me pasará de nuevo lo mismo al llegar
diciembre? ¿No pensaré que sigo siendo el mismo, igual de mediocre, de tibio y
poco santo? No lo sé. No quiero adoptar una postura negativa ante el futuro. Es
verdad que mis miedos al mirar el futuro me hacen temer lo peor. Pero yo creo que
puedo hacer las cosas nuevas. Día a día. Sin prisas. Pero siempre con Dios. Con
sus manos. Con su poder. Aunque mi dolor sea el de siempre. Y mi mediocridad
conocida. No pienso en propósitos típicos, como adelgazar, hacer más deporte, o
leer más libros. Eso me parece un poco más de lo mismo. Pienso en algo que sea
realmente importante. ¿Cuál es mi prioridad para este nuevo año? ¿Qué acento
pongo? ¡Cuántas páginas en blanco para que yo las escriba! Dios y yo. Tantas
horas, días y meses. Todo dispuesto para volver a empezar. Pienso en lo que deseo, en lo que quiero. Me pongo manos a la obra. Vivo
en Dios.
[1] Christian Feldmann, Rebelde de
Dios
[2] Franz
Jalics, Ejercicios de contemplación,
52
[3] Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.
[4] J.
Kentenich, Lunes por la tarde
[5] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio
de Loyola, nunca solo
[6] Christian Feldmann, Rebelde de
Dios
[7] Carlos Chiclana, Atrapados por
el sexo
[8] Fernando Alberca de Castro, Todo
lo que sucede importa: 163