CICLO A
TIEMPO ORDINARIO
IV DOMINGO
Dios quiere
siempre nuestro bien y nuestra felicidad. Estar seguros de esta verdad es el
fundamento de nuestra fe. Como los padres para sus hijos, Dios quiere para
nosotros lo mejor.
La Palabra de Dios hoy nos habla del camino hacia
la verdadera felicidad. El ser humano busca constantemente ser feliz: encontrar
el bien, la verdad, la vida. Todo lo que hace tiende hacia la felicidad,
incluso los sacrificios y renuncias. “Las bienaventuranzas responden al
deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto
en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede
satisfacer” (Catecismo 1718).
Jesús con los Doce se reúne con una multitud de
otros discípulos y de gente llegada de todas partes para escucharlo. En este
marco se sitúa el anuncio de las bienaventuranzas. En la cruz y la resurrección
se fundan las bienaventuranzas, que son un nuevo horizonte de justicia para construir un mundo mejor.
Las bienaventuranzas no son meras recomendaciones
morales, ni una ideología, sino un nuevo programa de vida para abrirse a los
verdaderos valores. Son promesas, que se cumplen ya y se cumplirán definitivamente
al final, para todos los que se dejan guiar por el amor, por la verdad y la
justicia. A éstos Jesús, nuevo Moisés, sentado en la cátedra del monte, los proclama
bienaventurados. “El Sermón de la montaña está dirigido a todo el mundo, en el
presente y en el futuro y sólo se puede entender y vivir siguiendo a Jesús,
caminando con él» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). El antiguo eremita
Pedro de Damasco dice que “las Bienaventuranzas son dones de Dios, y debemos
estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de ellas derivan,
es decir, el reino de los cielos en el siglo futuro, la consolación aquí, la
plenitud de todo bien y misericordia de parte de Dios… una vez que seamos
imagen de Cristo en la tierra”.
El creyente
sabe que venimos de Dios y hacia Él nos encaminamos. Dios es amor. Nos ha creado por amor y nos llama al
amor, que es Él mismo. Un amor infinito, sin medida. Amor total, hasta la
muerte: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón no parará hasta que
descanse en ti” (San Agustín). En Dios está nuestra dicha, nuestra felicidad,
nuestro bien, nuestra vida. “Sólo Dios sacia”, dice Santo Tomás de Aquino. Las bienaventuranzas
señalan la meta de la existencia humana, nuestro fin último: Dios que nos llama
a su propia bienaventuranza. Participaremos así de la naturaleza divina y de la
vida eterna. Dios mismo es la eterna
bienaventuranza.
Es la fe el
camino hacia la felicidad: “Dichoso quien confía en el Señor y pone en el Señor
su confianza” (Jr 17, 7). Y esto es la fe: sentirse
seguros con Dios, fiarnos de Él, confiar en Él. “Aunque mi padre y mi madre me
abandonen, el Señor está siempre a mi lado” (Salmo 27, 10). La fe nos hace ver
todas las realidades de nuestra vida –alegres y tristes- con esta confianza.
Nunca nos falta el amor de Dios. Puestos en sus manos, Él nos hace participar
de su gracia, de su vida, de su bondad, de su verdad, de su gloria eterna.
Cristo Jesús
resucitado es prueba y camino hacia la
felicidad plena de Dios. Ha vencido al mal, al pecado y a la muerte. Ha
resucitado, el primero de todos. Nuestra vida no termia en este mundo. La
muerte es paso de vida a vida. Nuestra esperanza en Cristo no termina, por
tanto, en esta vida. En la Eucaristía
celebramos que Cristo ha resucitado y nos ha abierto el camino hacia la
verdadera felicidad: Él es para nosotros camino, verdad y vida.
MARIANO ESTEBAN
CARO