4ª semana del tiempo ordinario. Domingo B:
Mc 1, 21-28
Jesús el día de sábado como
todo buen israelita, va a la sinagoga. Ahora, por tener 30 años, además de
leer, podía comentar lo leído. Jesús habla y enseguida se da cuenta la gente
que no explica como lo hacían los escribas y letrados. Se maravillan de su
doctrina. Esta puede ser nuestra primera reflexión hoy: el asombro de la
gente ante la predicación de Jesús. El asombro todavía no es la fe, pero puede
ser el comienzo. Es importante asombrarse o suscitar el asombro ante la lectura
del evangelio. Dice un autor: “Un cristianismo convencional es el producto de
una generación que ha perdido la capacidad de asombrarse ante el Evangelio”. En
realidad el evangelio pasa casi siempre “sin pena ni gloria”. La mayoría de la
gente no conecta con el evangelio y por eso no se asombra. Quizá sea porque los
que lo enseñan lo hacen al estilo de los escribas y letrados y no al estilo de
Jesucristo.
¿Y cómo enseñaban los
letrados? Pues lo hacían por oficio, repetían lo que ellos habían aprendido
antes. Ellos predicaban sobre todo la letra de la ley, mas se olvidaban del
espíritu. Jesús enseñaba con autoridad. Enseñar con autoridad no es lo
mismo que enseñar autoritariamente. Era como una lámpara que da luz, pero no se
impone. No mandaba caer fuego sobre los que no le escuchaban. Hablaba dando
testimonio. Lo manifestaba porque se
notaba que creía profundamente en el mensaje que transmitía y que amaba a la
gente y vivía los problemas de la gente. Sus palabras son sencillas, con un
lenguaje que todos entienden, pero se nota la verdad y sinceridad. Y autoridad
sobre todo porque sus obras correspondían a la verdad de sus palabras. Sus
palabras brotaban de una experiencia profunda: su unión con el Padre. Este es el
gran ejemplo que hoy nos enseña a todos, si queremos predicar
El evangelio no nos dice
aquí de qué hablaba Jesús. Hoy quiere testimoniar esta autoridad. Y destaca más
esta autoridad por su palabra que por el mismo milagro que realiza reforzando
más esa autoridad. Había un hombre poseído de un espíritu impuro. Esta palabra
quiere significar algo opuesto a Dios que es el “santo”. Solía ser una
enfermedad interna. En el evangelio de Marcos aparece con frecuencia esta lucha
de Jesús contra las fuerzas del mal, simbolizadas en el demonio. Jesús ahora y
en otras ocasiones manifiesta su divinidad venciendo a las fuerzas del mal.
También los cristianos continuamos en esta lucha. El demonio se manifiesta hoy
en ideas contrarias al Reino de Dios, como es el relativismo, el ateismo, el
afán de placer, de dominio y de riqueza. Podemos vencer cuanto más unidos
estemos con Jesucristo.
Aquel hombre empieza a
gritar y Jesús le hace callar. Parece como que alaba a Jesús, pero de hecho
está sembrando la confusión. Eso es lo que sigue haciendo el mal entre
nosotros. La confusión era tener a Jesús públicamente por el Mesías. ¿Pero qué
mesías? Para la gente el Mesías debía ser un guerrero y dominador. Jesús es el
que nos enseña sobre todo el amor y Mesías es el que se pone al servicio de
todos.
En la primera lectura de
hoy, en el libro del Deuteronomio o segunda ley, se habla del profeta
que Dios va a suscitar. Eran tiempos en que había falsos profetas, que se
llamaban portadores de la palabra de Dios, pero en realidad sólo llevaban
palabras humanas: servían a intereses mundanos, a sistemas de opresión. El
verdadero profeta no es principalmente porque anuncie algo, sino porque sus
palabras y los hechos de su vida dan testimonio de la verdadera palabra de
Dios. Esto es lo que veía la gente en las palabras de Jesús. Jesús con este
milagro libera a aquel hombre no sólo de un mal físico, sino sobre todo de
ideas que le esclavizan. Así predicaba la liberación de tantas normas y leyes
externas, que no tenían un espíritu de amor, comenzando por la ley atenazante del sábado. Jesús quiere que colaboremos en
liberar de la mentira, del odio y la ignorancia y de tantos males externos.
Todo con la ayuda de Dios.