CICLO A
TIEMPO ORDINARIO
VII DOMINGO
Continúa hoy el Sermón de
la Montaña. Jesús sigue hablando de la plenitud de la ley: “Está mandado, pero
yo os digo”. Ojo por ojo y diente por diente: es la ley del talión. Se dijo:
amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo…Y
concluye el Señor: “Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto”.
“Seréis
santos, porque yo el Señor vuestro Dios, soy santo”, escuchamos en la primera
lectura.
Es la voluntad de Dios de hacer partícipes a los hombres de su vida, de su
naturaleza divina, de su santidad. Él es el tres veces santo y fuente de toda
santidad. Escribía San Cipriano: “a la
paternidad de Dios debe corresponder un
comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado y alabado por la
buena conducta del hombre”. Cristo nos dice hoy: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os
aborrecen y rezad por los que os
persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo”
(Evangelio).
En el Salmo responsorial cantamos: el Señor es compasivo y
misericordioso, perdona todas nuestras culpas, es lento a la ira y rico en
clemencia, no nos trata como merecen nuestros pecados. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Seño ternura por
sus fieles.
“Sólo tú eres Santo”,
cantamos a Cristo en el gloria. La santidad de Cristo está íntimamente ligada con su filiación divina
y con la presencia del Espíritu de Dios en él. ¿Cómo
podemos imitar a Jesús? Siguiéndole (Jn 12, 26).Él es nuestro hermano, autor y guía de nuestra
salvación: viviendo como Él vivió, teniendo los sentimientos propios de Cristo
Jesús, haciendo nuestros sus pensamientos y sus actitudes, configurando nuestra
vida según su imagen.
Viviendo con Él y como Él, en comunión existencial con Él: “Ya no vivo yo, es
Cristo quien vive en mí” (Ga 2,
20). San Agustín exclama: “Viva será mi vida llena de ti”.
Por la gracia, que
es participación en la vida de Dios, somos introducidos en la vida
trinitaria. Ya en el bautismo fuimos consagrados al Padre y al Hijo y al
Espíritu Santo. Injertados en Cristo, de Él recibimos la gracia, la vida
divina. Nosotros por la fe y el bautismo somos hijos de
Dios en su Hijo único y participamos de
su naturaleza divina. Por tanto, el cristiano ya es santo, pero al mismo tiempo
debe llegar a serlo.
El
Concilio Vaticano II pone de manifiesto la llamada universal a la santidad:
“Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG
40).
La
santidad no es sino la caridad plenamente vivida. La perfección de la santidad es la perfección de la caridad. “Dios es amor y el
que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,
16). Dios derramó su amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se
nos ha dado (Rm 5, 5). Somos santos si dejamos que el amor de Dios nos impulse a amar a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado. Hoy en el Aleluya cantamos un texto de la
Carta primera de San Juan: “quien guarda la palabra de Cristo, ciertamente el
amor de Dios ha llegado en él a su plenitud”.
San Agustín llega a decir: “Ama y haz lo que
quieras”. Y continúa: “Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si
corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; que esté en ti la
raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien”. En
el libro de la Imitación de Cristo leemos: “Gran cosa es el amor y bien
sobremanera grande… Nace de Dios y sólo en Dios puede encontrar descanso”.
Seremos santos si cumplimos fielmente la voluntad de Dios. Todo fiel
cristiano debe considerar su vida diaria
como una ocasión para unirnos a Dios y servir a los demás. “En los pucheros
también anda Dios”, decía Santa Teresa de Ávila. Y también escuchando su
Palabra, participando en los sacramentos, especialmente la Eucaristía, orando,
trabajando por el bien común. Las bienaventuranzas nos señalan
el único y verdadero camino hacia la felicidad, que no está en el
placer, el poder o las riquezas. Jesús proclama que la verdadera felicidad se
encuentra viviendo otros valores. Y vivir esos otros valores es vivir la
santidad. Cristo nos enseña cómo la felicidad no depende de lo que el hombre
tiene, sino de lo que es.
El
apóstol san Pablo nos recuerda: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros?...El templo de Dios es santo: ese templo sois
vosotros” (segunda lectura). El agente
principal de la santificación del cristiano es el Espíritu Santo, por el que
participamos de la misma santidad divina. “Por el Espíritu Santo participamos de Dios
[...] Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la
naturaleza divina [...] Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están
divinizados” (San Atanasio de Alejandría).
La
justificación implica la santificación
de todo el ser. Juan Clímaco, un autor espiritual del medievo escribió: “Cuando
todo el ser del hombre se ha mezclado, por decirlo así, con el amor de Dios,
entonces el esplendor de su alma se refleja también en el aspecto exterior”. Así la primera
lectura nos ofrece algunas consecuencias del santos, porque yo, el Señor
vuestro Dios soy santo”: No odiarás de corazón a tu hermano, reprenderás a tu
pariente, no te vengarás, ni guardarás rencor. “Amarás tu prójimo como a ti
mismo”: Es la forma positiva de la Regla de Oro, presente en todas las grandes
religiones, que el cristiano vive desde el mandamiento nuevo del amor.
MARIANO ESTEBAN CARO