VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

 

Es la Cruz el símbolo cristiano por excelencia. Pero, sobre todo, es el

símbolo más elocuente del infinito amor de Dios: Cristo, el Hijo único,

entregó su vida para salvar al pobre ser humano, para que tenga vida

eterna. Cristo, hombre verdadero y Dios verdadero, se sometió a la muerte “y una muerte de cruz”. Como un hombre cualquiera experimentó la injusticia, la traición, la impotencia, el abandono, la soledad. Si decimos con verdad que Dios nació, podemos decir que Dios –el Hijo- verdaderamente murió en la cruz. No fue una apariencia: la angustia ante la muerte le hizo sudar sangre. Este fenómeno es conocido en medicina como hematidrosis.

Pero en la Cruz está la vida, la salvación del género humano. Misterio éste anunciado ya en el Antiguo Testamento: es el madero salvador. La Cruz –el amor hasta la muerte- es causa de resurrección. Dios levantó a Cristo sobre todo. El hombre Cristo Jesús resucitó lleno de vida y de gloria. Y todo el que por la fe y el bautismo está injertado en Él, participa ya ahora, mediante la gracia, de su vida y de su gloria. Cristo es causa y guía de nuestra salvación. Su victoria sobre la muerte, conseguida ya en la Cruz por su entrega total, es nuestra victoria.

En la Cruz Cristo, por amor, se puso en las manos del Padre, que lo

resucitó. Pero la Cruz fue para Cristo también la consecuencia de poner la verdad, la justicia, el derecho, el amor por encima de su propio provecho y ventaja (Benedicto XVI). Él es el gran Testigo –Mártir- al que tantos han seguido a lo largo de los siglos. No puede ser discípulo de Cristo quien no tome su cruz y le siga (Lc 14, 27): quien no viva y no muera con Cristo y como Cristo no puede recibir la gracia, la vida, la gloria de Dios.

“Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Ga 6, 14). La cruz es recuerdo y prueba de un amor, como el de Cristo, que no se busca a sí mismo, sino que impulsa a entregarse y servir a los demás. La cruz, por tanto, no es pasividad o gusto por el tormento. Cristo muere en la cruz porque puso la entrega y el amor a sus hermanos los hombres por encima de su propio interés.

La cruz es signo e instrumento de nuestra salvación, porque en ella murió Cristo, Dios y hombre verdadero. Es la prueba de su inmenso amor: nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos, a los que Él amó hasta el extremo. Un amor, el de Cristo, más fuerte que la muerte. El Crucificado-Resucitado vence al pecado, al mal y a la muerte. La cruz es el paso hacia una vida infinita en el tiempo y en la intensidad.

No puede ser discípulo de Cristo, recibir su Reino quien no tome su cruz y le siga (Lc 14, 27). Quien no viva con Cristo y como Cristo. Quien dice que permanece en Él debe vivir como vivió Él (I Jn 2, 6). Y Cristo da su Reino a quienes produzcan los frutos (Mt 21, 43) de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Cristo, “Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado” (I Pe 2, 24). Paradójicamente, la cruz es el signo de la realeza de Cristo. Su Reinado es el triunfo de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la verdad sobre las tinieblas de la ignorancia y de la mentira: “No reina Dios por lo que uno come o bebe, sino por la justicia, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo” (Rm 14, 17).

“La cruz es manantial de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado. La cruz nos hace hermanos” (Benedicto XVI). Hacer la señal de la cruz es pronunciar un sí visible y público a Cristo, nuestro hermano y Salvador, que muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida.

 

MARIANO ESTEBAN CARO