3ª semana de Cuaresma.
Lunes: Lc 4, 24-30
Estaba Jesús explicando la
palabra de Dios en Nazaret. Era un día de sábado. La gente estaba buenamente
admirada; pero otros, y se entiende que son los principales del pueblo,
llevados por la envidia, comienzan a decir que “el hijo de José” no puede decir
cosas extraordinarias. Y le incitan a que haga milagros.
Jesús les recuerda un
refrán: “ningún profeta es bien recibido en su patria”. Y sigue explicando su
idea de la universalidad del amor de Dios, poniendo dos ejemplos de los que
habla el Antiguo Testamento: la viuda de Sarepta, que
atiende al profeta Elías, y Naamán el sirio, que termina bendiciendo al Dios de
Israel.
Los jefes de ese pueblo no
soportan que uno de los suyos les venga a dar lecciones, sobre todo cuando Jesús
llegase a las conclusión de que todos debemos ser imitadores de la bondad de
Dios, y especialmente en un sentido universalista. A la envidia siguió el odio
y al odio las acciones violentas. La gente, como suele suceder muchas veces,
como sucedería el Viernes Santo, sigue a los principales del pueblo en la
violencia. Jesús tiene que “escaparse”.
Parece ser que aquellos nazaretanos, como la mayoría de los galileos, eran muy
nacionalistas y fanáticos de su Dios, como si sólo fuese bueno para ellos y
fuese extraño y hostil para los extranjeros. Al anunciar Jesús, según la
lectura del profeta Isaías, la gracia de parte de Dios para todos, los nazaretanos creían que Jesús fuese un traidor.
Esta frase: “¿No es éste
hijo de José?”, es como una excusa para no seguir las palabras de Jesús.
Nosotros también ponemos excusas a Dios, cuando nos habla por medio del papa y
de algún buen predicador. Ponemos excusas pensando que es una persona como
nosotros. Las buscamos con tal de no seguir la bondad del Señor.
También hoy se nos propone
Jesucristo como modelo a seguir. Y Dios quiere hablar a través de nosotros. Nos
escoge para que seamos profetas, dando testimonio de la bondad de Dios con
nuestras obras y a veces con nuestras palabras. Pero nos da miedo, nos dan
ganas de dimitir para no complicarnos la vida. El profeta Eliseo, como nos
cuenta la 1ª lectura, fue valiente para, confiando en Dios, presentarse ante el
rey de Israel y decirle que Dios puede hacer maravillas a través de su profeta.
Hoy en la primera lectura, a propósito de que
Jesús recuerda el suceso entre Naamán, el sirio, y el profeta Eliseo, nos
relata este suceso. Naamán era muy estimado por su rey de Siria; pero estaba
leproso. Habiendo oído que en Israel un profeta hacía milagros, fue al rey de
Israel con muchos regalos. El rey de Israel se enfadó mucho, pues decía que no
era Dios. Eliseo se enteró y pidió fuese el leproso a su presencia. Eliseo le
dijo que se curaría bañándose siete veces en el Jordán. A Naamán eso no le agradó
y se marchaba; pero le insistieron sus amigos que lo hiciera y se curó. Y alabó
a Dios y prometió bendecir siempre al Dios de Israel.
Dios quiere que tengamos un
corazón grande, abierto a todos y acogedor. Y también que comprendamos que en
otras regiones y en otras religiones se pueden encontrar no sólo “semillas de
Dios”, sino plantas hermosas y jardines donde Dios baja a pasearse con gran
encanto.
Jesús tuvo que ser
valiente. No buscaba halagar a nadie, sino que descubría las actitudes falsas,
como tantas veces lo haría con los fariseos. Aquellos nazaretanos
creían conocer a Jesús, porque sólo miraban “de tejas abajo” y cerraron su
corazón a la palabra de Dios. Nosotros a veces cerramos nuestro corazón, porque
nos dejamos llevar por prejuicios, por lo que hemos oído, por la costumbre o la
moda.
Dios no tiene acepción de
personas, sino que acepta al que hace el bien, sea de donde sea. Si le imitamos
en su bondad universal, habremos hecho más la realidad de ser hechos “a su
imagen y semejanza”.