IV Domingo de Cuaresma, Ciclo B
La cruz, signo de alegría
Para los cristianos la cruz de
Cristo es esencial al mensaje de la fe y es el gran signo de la identidad de la
Iglesia y de la alegría espiritual de cada creyente.
“Dios, rico en misericordia, por
el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados,
nos ha hecho vivir con Cristo” (Ef 2,4). “Tanto amó
Dios al mundo que le dio a su único Hijo para que todo el que crea en él
tenga vida eterna” (Jn 3,16). Estos dos
versículos tan afines resumen el mensaje de vida que la comunidad
eclesial anuncia en este domingo de la alegría, el cuarto de la cuaresma.
El misterio paradójico al que la fe cristiana nos remite para encontrar
la fuente de esta alegría y de una vida nueva es la reorientación de la
existencia humana hacia Jesús crucificado.
Concentrar la mirada y la
atención en el Jesús del Calvario es encontrarnos con el Dios del amor,
absolutamente libre y gratuito, que abre al ser humano la posibilidad de
la regeneración total de la vida. San Juan lo dice con su doble lenguaje
típico: “El Hijo del Hombre tiene que ser levantado en alto para que todo
el que cree en él tenga vida eterna” (Jn
3,14-15). Ser levantado en alto es una imagen que traduce un único verbo
griego que evoca las dos facetas del misterio pascual: El crucificado y
el resucitado. El verbo griego hypsoo (elevar)
aparece cuatro veces en el evangelio de Juan (Jn
3,14; 8,28; 12,32.34) y se utiliza siempre intencionalmente con un doble
sentido: «la elevación de Jesús al ser alzado en la cruz y su exaltación
al cielo».
Según Juan, Jesús es
exaltado a los cielos por su elevación en la cruz (Jn
12,32ss) y está en el trono eterno de su gloria. Pero además, este mismo
verbo hypsoo (elevar) indica
también el modo de esa muerte, es decir, la cruz. En Jn
8,28 son sus opositores los que elevarán a Jesús, y por tanto la
interpretación más obvia es que lo conducirán al patíbulo. Elevado en la
cruz por el hombre es exaltado en la gloria por Dios porque la acción de
exaltar es una acción que corresponde únicamente a Dios.
En su pasión hasta la cruz,
Jesús, levantado en alto como víctima humana, sufría la muerte, pero, por
la acción del Espíritu, era exaltado y recibía la vida (cf.1 Pe 3,18). El
crucificado por los hombres es exaltado por Dios. Creer en este Jesús es
empezar a tener una vida eterna. Seguir a este crucificado es empezar una
vida cualitativamente distinta, una vida nueva que exalta la grandeza
humana partiendo del amor que llevó a Jesús a su pasión. La
elevación en la cruz experimentada por Jesús es la máxima expresión del
Amor.
Mirar a Jesús para encontrar la
salvación es mirar al que pasó haciendo el bien y liberando a los
oprimidos, al que perdonó a los pecadores y buscó a los descarriados, al
que proclamó el Reino de Dios para los pobres, al que desenmascaró la
hipocresía de los poderosos religiosos y políticos. Fueron éstos quienes
lo mataron, sin razón alguna y sin causa. Pero en la muerte injusta de
Jesús, tal como él la afrontó y vivió hay mucho más que un asesinato. En este
tipo de muerte se ha consumado el amor más grande de la historia humana,
el que consiste en dar la vida por los demás, por los amigos y por los
enemigos, por los justos y los injustos, por los pobres y por los
pecadores.
Es la hora de la gloria y
de la vida a través de la muerte. Juan destaca en su evangelio que se ha
consumado un amor sin límites, un amor a fondo perdido, un amor que todo
lo perdona, que todo lo espera, que todo lo aguanta, que todo lo cree. Es
el amor que no pasa nunca, que es eterno. Es el amor de quien nos amó
hasta el fin y en ese amor inmenso, misericordioso y bueno está Dios. Por
eso Jesús dirá al final en la cruz: ¡Está
cumplido! (Jn 19,30).
El amor de Jesús transforma la
violencia en ternura, la crueldad en dulzura, el rencor en perdón, el
insulto en bendición, la traición en reconciliación, la fragilidad en
fortaleza, la desesperación en confianza, el pecado en gracia, y la muerte
se transforma en vida mediante la resurrección. Esa es la verdadera
Pasión de Cristo. No tanto los hechos dolorosos que soportó en la cruz
hasta la muerte, cuanto el amor sin límites con que él afrontó y vivió el
sufrimiento para infundir una nueva vida al género humano.
Él nos capacita por su sacrificio
redentor, por la acción de su espíritu y con su ejemplo para que todos
nosotros cumplamos también nuestra misión. Cuando nosotros entregamos
nuestra vida como ofrenda a Dios en defensa de los inocentes, en apoyo de
los justos y por la liberación de los oprimidos, entonces también
nosotros experimentamos que hemos sido ya co-vivificados
y co- resucitados con Cristo (Ef
2, 4-10) en su movimiento ascendente que tira de todos hacia él. El Dios
del amor, rico en misericordia, que nos da a su Hijo único, nos da con él
la vida nueva y eterna. Su amor nos hace criaturas nuevas en Cristo
Jesús, con quien estamos íntimamente unidos. Somos hechura de Dios. Y en
Cristo hemos sido creados de nuevo por Dios.
Una vez más en la Cuaresma se
anticipa el final de la Pascua y por ello el mensaje de este domingo es
fuente inagotable de alegría en tantos lugares de sufrimiento injusto de
los seres humanos. Por medio de Cristo y en virtud de su amor, los que creemos
en él estamos llamados a transformar los múltiples rostros de la miseria
en ámbitos de misericordia y de justicia, de perdón y de libertad, que
levanten a la humanidad sometida en nuestra tierra encadenada. Esos
rostros son los de los empobrecidos, los oprimidos y explotados por la
estructura económica mundial y por las ideologías que la sustentan. En
Bolivia se ha incrementado la pobreza en estos últimos años. El 39,5% de la
población se sitúa en la pobreza moderada (los que tienen un ingreso inferior
al valor de la canasta básica de alimentos y no alimentos) y el 18,3 % en la
pobreza extrema (los que tienen un ingreso inferior a la canasta básica de
alimentos).
Al mirar a Cristo crucificado, el
que en Jerusalén fue levantado en alto, por los hombres y por Dios,
encontramos la verdad del amor desvelada por Dios al mundo para que
tengamos vida. Y con el salmista podemos cantar: ¡Que se me pegue la
lengua al paladar si no pongo a Jerusalén, es decir, a Cristo exaltado sobre la
cruz, en la cumbre de mi alegría!
Feliz domingo de la
alegría.
José Cervantes Gabarrón,
sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura