Primera semana de
Pascua. Lunes: Mt 28, 8-15
Aleluya cantábamos ayer con
alegría, porque Jesucristo ha resucitado. Había venido a la tierra para
salvarnos, muriendo en la cruz; pero no podía terminar en fracaso, sino que
resucitó, comenzó una nueva vida, que nos destina también a nosotros, si
seguimos sus pasos. Esta verdad de la resurrección es tan importante que san
Pedro, cuando recibió la luz y la fuerza del Espíritu Santo el día de
Pentecostés, salió de la casa y fue lo primero que proclamó ante aquella muchedumbre
que se había reunido al oír el fuerte y extraño viento sobre aquella casa. Esta
es la 1ª lectura.
En el evangelio nos presenta hoy san Mateo
dos escenas que sucedieron en la mañana de
La resurrección de Jesús es
un hecho sobrenatural, que entra en el terreno de la fe. Pero esta fe se
sustenta en los encuentros que Jesús tuvo con sus amigos. Es lo que llamamos
las apariciones. Jesús se presenta ante ellos como era, con su propia voz,
presentando a los apóstoles sus propias llagas, en las manos y en los pies, y
también en el costado. Es verdad que en algunas apariciones –ya iremos viendo
otros días- no le reconocen al principio. Era Él, pero no de la misma manera.
Y, como está glorificado, cada uno le ve y le siente más y más pronto según sea
el amor de cada uno.
A todos les coge de
sorpresa. Y esto es un fundamento para nuestra fe. Nadie le espera. Solamente
no conocemos el encuentro de Jesús con su madre, que sería la única que sí le
esperaría. Los apóstoles no se atreven ni a salir de casa, pues están llenos de
miedo; pero Jesús les transforma el alma, les cambia la tristeza en alegría, el
temor en una gran paz. Jesús se presenta con sencillez y amor. No busca el
triunfo y menos la revancha sobre sus enemigos. Por eso no se presenta ante
ellos.
Hoy nos presenta el evangelio la aparición a
las mujeres que habían ido en la madrugada al sepulcro. Ellas sentían un gran
amor por Jesús y querían embalsamar de nuevo el
cadáver. El ángel les había dicho que Jesús había resucitado, que fuesen a
decírselo a los apóstoles. Ellas volvían desorientadas. Diríamos que no sabían
si llorar o reír. El evangelio nos dice que iban llenas de temor y de gozo a la
vez, cuando de pronto se presenta Jesús ante ellas. Siempre Jesús, tan solícito
con todos, comienza a corresponder a los gestos de amor. Jesús las hace
apóstoles de los apóstoles, pues les encarga dar la buena nueva de la
resurrección a los mismos apóstoles.
La escena de los guardias
tiene un poco de ironía y hasta de grotesco. Ellos habían sido testigos de algo
insólito: Una especie de terremoto que sacude sólo el espacio de aquel
sepulcro, cuya puerta de piedra se abre sola. El evangelio nos dice que fue
movida por un ángel. Los guardias “se mueren de miedo” al ver sobre todo que no
está el difunto y corren a contárselo a los príncipes de los sacerdotes, que
eran quienes les habían mandado. Estos son más fríos y calculadores, a su
manera para hacer el mal. Les dieron dinero a los guardias para que
convencieran a la gente de que “mientras ellos estaban dormidos, habían venido
los discípulos de Jesús y habían robado su cuerpo”. Lo extraño fue que
convencieron a bastante gente y durante mucho tiempo.
Así que unos guardias que
no cumplían con su deber, pues estaban dormidos, son capaces de ver mientras
duermen. Así son muchas veces los argumentos de los enemigos de Jesús y de
Nosotros escuchemos a san
Pedro, que, como recuerda la 1ª lectura, les decía a los judíos: “Jesús
nazareno, el que matasteis en una cruz, Dios lo ha resucitado”. Y esta nuestra
fe debe llenar nuestra alma de la alegría santa de Jesús y María, alegría que
es un fruto de poseer el Espíritu Santo.