CICLO  A

TIEMPO ORDINARIO

X DOMINGO

 

En el centro del texto y del contexto del Evangelio de hoy está Leví el Publicano, el Apóstol y Evangelista Mateo, que significa “Don de Dios” (¿Fue Cristo quien, como a Pedro, le puso este segundo nombre?

 

Leemos en el Evangelio de Mateo que Jesús, “al ver el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y Él se puso a hablar enseñándoles” (5,1). Al terminar, “la gente estaba admirada porque les enseñaba con autoridad” (7,28). Y la narración evangélica prosigue: “al bajar del monte, lo siguió mucha gente” (8,1). San Mateo en los capítulos 8 y 9 de su Evangelio da testimonio (lo vivió en primera persona) de cómo en el entorno de Cafarnaún (Mateo era recaudador de impuestos en esta población) y en las orillas del lago, Jesús hizo muchos milagros  y  cómo cundía la fe en Él.

 

La fe que curó (sanó, salvó) a los enfermos; libera a los endemoniados y al endemoniado mudo; la fe que quita el miedo en medio del temporal; la fe que perdona los pecados y cura al paralítico; la fe que resucita a una niña; la fe que guía a dos ciegos hasta la luz de Cristo.

La misma fe que impulsó a Mateo a seguir a Jesús, junto con muchos publicanos y pecadores y a sentarse con Él a la mesa en casa de Mateo. Allí Cristo, citando al profeta Oseas (primera lectura), dijo: “misericordia quiero y no sacrificios: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Evangelio). Termina San Mateo este relato diciendo: “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor” (9, 36).

Cristo es la encarnación de la misericordia divina. Es el mismo ayer, hoy y siempre. También a nosotros ahora, como a Abrahán, nuestro padre y prototipo en la fe, se nos computará como justicia, “si creemos en el que resucitó de entre los muertos, nuestro Señor Jesucristo, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (segunda lectura). Por la fe y el amor ahora nos unimos a Jesús. “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis y creéis en Él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación” (1 P 1, 8-9).

La adhesión a Cristo resucitado, vencedor del pecado, del mal y de la muerte, hace de nosotros un ser nuevo, nos hace hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. La fe auténtica y verdadera, que obra por el amor es la fe del corazón -o con el corazón se cree- (Rm 10,10). En la Biblia el corazón es el centro del hombre, de todas sus dimensiones. “La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor” (Benedicto XVI).

La fe supone por nuestra parte esfuerzo y compromiso. Pero "Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar " (Flp 2, 13).Por eso, la fe es  fundamentalmente don de Dios, que no está en deuda con nosotros. Todo lo contrario. Con relación a Dios somos siempre deudores, todo es don suyo, todo es gracia de Dios. “Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de las obras para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8-9).

Para los fariseos, que criticaban a Jesús por comer con publicanos y pecadores, la salvación dependía de uno mismo: pensaban que cumplir la ley les daba ese derecho ante Dios. Para ellos lo que estaba mandado tenía más valor que el amor. No entendían la gratuidad de la salvación. Creían poder comprarla con el cumplimiento de la ley. Los fariseos se creían buenos, despreciaban a los demás porque no lo eran.

El Publicano era un judío que se dedicaba a cobrar los impuestos (del censo y de la propiedad) que exigía Roma, la potencia ocupante. Se le consideraba un pecador público por colaborar con el imperio romano y  porque cobraba más de lo establecido, extorsionando a la gente. Eran tenidos por ladrones.

Para indicar que Jesús no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, recuerda San Mateo la comida en su casa, con publicanos y pecadores, en la que Jesús participó. La comida era signo de amistad y comunión; también de comunión con Dios. Una comida que era signo del banquete del Reino, al que todos están invitados, y prefiguración de la vida cristiana.

 

El cristiano está llamado a vivir en comunión con Cristo. Esta comunión es participación en la vida trinitaria: "Que sean uno como nosotros somos uno" (Jn 17, 21. 22). Ahora el cristiano, mediante la comunión con el Hijo, ya puede participar de la vida divina: el ser filial de Cristo. La comunión con Dios y con los hermanos es inseparable.

 

Mariano Esteban Caro