CICLO A
TIEMPO ORDINARIO
XIII DOMINGO
Por
el bautismo estamos injertados en Cristo. Incorporados a Jesús, muerto y
resucitado. “Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la
muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”. Es la
dinámica pascual de la vida cristiana: “muertos al pecado y vivos para Dios en
Cristo Jesús” (segunda lectura). El bautismo es, por tanto, mucho más que
afiliarse a una respetable organización, como es la Iglesia. Mucho más que una
costumbre.
Por
el bautismo somos hechos hermanos de Cristo: participamos de su ser filial.
Vivimos no para nosotros, sino para Él, con Él y en Él. Esta unión con Cristo
nos introduce en la comunión con la
Santa Trinidad: Fuimos bautizados, consagrados al Padre y al Hijo y al Espíritu
Santo. Esta comunión con Dios nos exige vivir en comunión fraterna, al
convertirnos en miembros vivos de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y gran familia
de los hijos de Dios.
Por
tanto, el Bautismo no es un rito del pasado sino encuentro vital y existencial con Cristo,
que, mediante la gracia, nos transmite la vida divina y nos llama a una
conversión sincera y constante, para configurarnos con Él, que es el hombre
perfecto. Durante toda nuestra vida el bautismo seguirá siendo un don de Dios,
que requiere nuestra cooperación y disponibilidad.
El bautismo es un nuevo nacimiento. El inicio
de una vida nueva: con el Bautismo nos convertimos realmente en hijos de Dios.
Esta vida nueva, vida de la gracia, es para toda la eternidad. Estar bautizados quiere decir estar
unidos a Dios. Pertenecemos a Dios. “La
prioridad, la centralidad de Dios en nuestra vida es una primera consecuencia
del Bautismo” (Benedicto XVI).
Esta prioridad nos
exige no poner nada ni nadie por encima de Dios, de Cristo. Más aún, “el que no
coge su cruz y me sigue no es digno de mí” (Evangelio).
Tomar la cruz es compromiso permanente en la
lucha contra el mal y el pecado, que obstaculiza nuestro camino hacia Dios. Es
aceptar diariamente la voluntad del Señor, que siempre quiere lo mejor para
nosotros. Llevar la cruz es aumentar nuestra fe en medio de los sufrimientos y
problemas.
La cruz de Cristo no es el gusto por el
tormento o el sufrimiento. Es el impulso del amor. Como Cristo. Su muerte fue
la consecuencia de poner el amor, la verdad, la justicia y el bien por encima
de su propia ventaja y provecho. La cruz de Cristo es signo de un amor más
fuerte que la muerte. Es la revelación definitiva del amor y de la misericordia
divina. En Jesús crucificado se realiza la máxima revelación de Dios en este mundo, porque Dios es amor.
“La cruz, por pesada que sea, no es sinónimo
de desventura, de desgracia que hay que evitar lo más posible, sino de
oportunidad para seguir a Jesús y así adquirir fuerza en la lucha contra el
pecado y el mal” (Benedicto XVI).
La
Cruz nos revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos (encontramos
la vida) cuando entregamos nuestras vidas a Dios y a los hermanos. Sin caminar
todos los días en comunión con Cristo y como Cristo, no se puede encontrar la
vida. El camino de la cruz es el camino
del amor, de la entrega. El cristiano sigue al Señor cuando aceptando con amor
su propia cruz, que no es un fracaso ni
una pérdida de la vida, comparte su entrega, sabiendo que no la lleva
solo, sino con Jesús, que va delante de nosotros.
El camino de la cruz, del amor y de la
entrega, el camino de la pasión es el camino de la resurrección. Hemos de coger la cruz y seguir a Cristo que va por delante. Nos
acompaña el Crucificado-Resucitado en
persona. Cristo Jesús, el Hijo amado de Dios hecho hombre, que aceptó la
condición humana hasta las últimas consecuencias. Hasta la muerte y una muerte
de cruz. Un amor tan grande es más
fuerte que el mal y que la muerte. “Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le
concedió el nombre sobre todo nombre” (Flp 2, 9-10).
Mariano
Esteban Caro