Segundo domingo de pascua, Ciclo B

Ahora sí, violín de rancho, ya llego tu profesor

 

Hay momentos en la vida del hombre en que parece que ya no es posible otra emoción, porque la capacidad del hombre es limitada para lo que Dios quiere darle al hombre. Eso fue lo que pasó cuando Cristo se presentó ya resucitado en la presencia de sus apóstoles.  El miedo a los judíos privaba  en el ambiente. No pueden desprenderse de ello, y sin embargo, cuando Cristo aparece, súbitamente entre ellos,  les saluda con un saludo muy especial: “la paz esté con ustedes”. ¿Qué otra cosa mejor podía desearles y que otra cosa mejor podía traerles? La paz es el regalo de Dios, que colma los deseos del hombre bien nacido. Y la reacción no se hizo  esperar. Viene la alegría. A lo mejor no es una alegría bullanguera, pachanguera, pero era la alegría, la alegría del Señor. Y para que no quedara duda, el Señor vuelve a repetir su saludo: “La paz esté con ustedes”. Y como en una cascada de acontecimientos, Cristo quiere dejarles un gran regalo y una gran encomienda: el perdonar sus pecados a los hombres. Muchos llegarán a dudar de por qué a hombres mortales pudo dárseles tan grande encomienda. Quizá sería mejor servirse de los ángeles, pero esa fue la voluntad de Cristo y debemos aceptarla como el gran regalo a los hombres, el más rico tesoro del corazón de Cristo, el perdón para nuestros pecados.

Y cuando vemos la actitud de Tomás, no podemos menos de sorprendernos de su  incredulidad, pero recordemos que un momento atrás los mismos apóstoles estaban  sobrecogidos por el miedo, la incertidumbre y la duda. Con el corazón en la mano, le refieren como fue el encuentro con el Salvador, y Tomás se manifiesta frío, apático, insensible: “si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y si no meto mis manos en su costado no creeré”.   Parecería como que muchas veces lo hubiera pensado, y que incluso hubiera estimado los lugares y las medidas de las manos y del costado de Cristo, pues eso fue precisamente lo que pidió. Nadie se lo esperaba, pero ocho días después,  estando reunidos nuevamente los apóstoles, Cristo vuelve a presentarse con ellos, les vuelve a saludar de la misma forma, reaparece la misma alegría, y sin más preámbulos se dirige directamente con Tomás, mostrándole sus manos y su costado e invitándole a que lo tocara según había sido su deseo. Pero eso fue demasiado para Tomás. Cualquiera hubiera supuesto una reconvención, un regaño, una llamada de atención y todo lo que recibe Tomás es una tremenda manifestación de amor, de consuelo y de confianza. Tan solo con una recomendación: “Ya no sigas dudando, sino cree”.  Tomás seguramente cayó de rodillas a los pies del Señor, presa de una gran vergüenza pero al mismo tiempo de una gran consolación, y de paso nos regala con el primer acto de fe en Cristo resucitado y misericordioso: “Señor mío y Dios mío”. Qué más amor y más fe nos muestran esas palabras que vienen de un hombre que ha experimentado el grande amor de Cristo a los hombres, y de paso, Cristo repara en todos los hombres y mujeres que no fuimos testigos de aquel momento, pero que estábamos también llamados a la salvación: “Dichoso tú que has creído, porque me has visto, pero dichosos todos los que creen sin haber visto”. Tenemos que agradecer a Jesús tanta bondad, y mostrarnos agradecidos porque la salvación de Cristo muerto y resucitado se sigue manifestando en todos los que a través del tiempo, hemos logrado aceptar la salvación que nos ha llegado en Cristo Jesús.

 

El padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en alberami@prodigy.net.mx