CICLO A
TIEMPO ORDINARIO
XIV DOMINGO
El pobre ser humano de todos los tiempos vive
“cansado y agobiado”, física y moralmente. Hechos de barro, nuestra morada
terrenal se va desmoronando inevitablemente. Vivimos en tensión
existencial entre el ser mortal que
somos y nuestro destino a la inmortalidad. Pero además el bien que queremos no
lo hacemos y el mal que no queremos es lo que hacemos. “Y si lo que no quiero
es precisamente lo que hago, no soy yo, sino el pecado que habita en mi” (Rm 7, 19-20). Es la realidad del mal, el pecado y la
muerte, cuya raíz está en el fondo de nosotros mismos.
“Venid a mi todos
los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré…Cargad con mi yugo y
aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón; y
encontraréis vuestro descanso”, nos dice Jesús en el Evangelio. Cristo nos dará a todos
“descanso”, pero con una doble condición: Tomar su yugo y aprender de Él, que
es manso y humilde de corazón.
Este “descanso” es la alegría que
ya anunciaba el profeta
Zacarías como consecuencia de la victoria del Rey-Mesías, que “dictará la paz a
las naciones” (primera lectura). La oración colecta
de hoy profundiza en este descanso,
que es verdadera alegría, porque hemos sido “liberados de la esclavitud del
pecado” y estamos llamados a la “felicidad eterna”.
“El
«yugo» de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus
discípulos” (Benedicto XVI): amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo
como a nosotros mismos. Será el Espíritu Consolador, que enviará el Padre en
nombre de Cristo, quien “os lo enseńará
todo y os recordará todo lo que yo he dicho” (Jn
14,26).
“Aprended de mi que soy
manso y humilde de corazón”. Decía Juan Pablo II: “Para conocer a Dios, es preciso
conocer a Jesús y vivir en sintonía con su Corazón, amando, como Él, a Dios y
al prójimo”. En el programa para la felicidad que son las bienaventuranzas, el
Seńor nos dice que son bienaventurados
los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Y también los limpios
y sencillos (“los pequeńos y humildes”) de corazón, porque ellos verán a Dios.
“Jesús no impone nunca, Jesús es humilde, Jesús
invita. Si quieres, ven. La humildad de Jesús es así. Él invita siempre, no
impone” (Papa Francisco).
“El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre
los muertos habita en vosotros” (segunda lectura). Es el Espíritu Consolador,
que “mora con nosotros y está en nosotros” (Jn 14,
16-17). El Espíritu de los hijos de Dios, que viene en ayuda de nuestra
debilidad y vivificará también nuestro
ser mortal. “El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues si
vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a
las obras del cuerpo, viviréis”.
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm
5, 5). El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz…“Si vivimos por el
Espíritu, marchemos tras el Espírirtu” (Ga 5, 22-25).
En la Santísima Trinidad el Espíritu es la Persona-Don, la Persona-Amor. Con Él
nos vienen todos los dones de Dios. Nos guía hacia la verdad completa. Nos
lleva a conocer a Cristo no sólo con la mente, sino especialmente con el amor y
el corazón. El Espíritu infunde ya en
nosotros la vida nueva, que salta hasta la vida eterna. Todo nuestro ser –alma
y cuerpo- vencerá al mal, al pecado y a la muerte.
Mariano Esteban Caro