Domingo
3º de Pascua B: Lc 24, 35-48
En estos domingos de Pascua
nuestra reunión eucarística tiene una importancia añadida, pues evocamos más
vivamente el misterio de la resurrección de Cristo, que es la piedra
fundamental sobre la que se basa nuestra fe y la esencia del cristianismo. Esta
fe no consiste sólo en creer que Cristo resucitó, sino en hacerlo vida por
medio de alguna experiencia viva en la oración, en la caridad, en el trato con
los demás.
Estaban los dos discípulos
de Emaús contando entusiasmados lo que les había pasado con aquel caminante y
cómo al fin reconocieron que era Jesús. Una cosa es creer lo que te dicen y
otra es sentirlo personalmente. Por eso los otros seguían tristes, cuando se presenta
Jesús. Piensan que es un fantasma, pero Jesús con mucho cariño les da pruebas
de que es Él mismo: les muestra las señales de
Y junto con la paz les da
la alegría. Por eso quiere que se quite toda turbación. A nosotros
también quiere darnos la alegría verdadera, que es certeza de estar con Dios, a
pesar de las dificultades que podemos encontrar. Podemos decir con san Pablo:
“¿Quién nos apartará del amor de Cristo? Nada ni nadie”. Y estamos en el amor
de Cristo, si estamos persuadidos de que Cristo ciertamente resucitó y vive con
nosotros.
Jesús “les abrió la
inteligencia para que entendieran
Los apóstoles lo
necesitaban especialmente porque iban a ser los testigos de Cristo y los
propagadores de la fe. Una de las razones para creer en la resurrección de
Cristo son los muchos testigos fieles a través de la historia. Muchos
entregando su vida en el martirio, otros entregando sus bienes de este mundo
para vivir la alegría de Cristo resucitado en soledad o en compañía o en el
testimonio misional.
Jesús come con los
apóstoles. No se trata sólo de un hecho material. Para Jesús las comidas era un
momento de intimidad y era un momento de dar a conocer grandes mensajes. Hoy
nos da la certeza de la resurrección, a pesar de las calamidades de la vida. Y
precisamente la resurrección nuestra llegará si sabemos llevar con paz y con
alegría las dificultades. Dar alegría a los demás es uno de los grandes signos
para poder decir que palpamos a Cristo resucitado. Debemos palparlo en la
oración, en la celebración de
Hoy en el salmo
responsorial pedimos: “Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor”.
En medio de tantas tinieblas que hay en el mundo, que la luz del Señor brille
entre nosotros. Para ello debemos morir al pecado constantemente, porque el
pecado es lo que trae las tinieblas y sentir, como Jesús les dijo a los
apóstoles, que seamos misioneros de la alegría y la paz del Señor resucitado.