III Domingo
de Pascua, Ciclo B
La gozosa misión de ser
testigos del Resucitado
El lunes pasado se presentó la
Exhortación Apostólica última del Papa Francisco “Gaudete
et Exsultate” sobre la llamada a la santidad en el
mundo actual. Su título reitera, con el Evangelio de las Bienaventuranzas (Mt
5,12), la gran alegría que irradia el Papa en todos sus mensajes y anuncia lo
que constituye el núcleo evangélico de la Exhortación, pues el capítulo central
está dedicado a las Bienaventuranzas, como forma concreta, realista e
histórica, de vivir la Santidad en la vida ordinaria, ya que la gran llamada de
Dios a la santidad de todos no está reservada sólo a los grandes héroes o
santos canonizados, sino a todos los creyentes, a los que él llama “la clase
media de la santidad”. Se trata de un escrito espléndido que fortalecerá al
Pueblo de Dios para que todos avivemos la elección de parte de Dios “para ser
santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef
1,4). La alegría exultante de la segunda parte de la última bienaventuranza
constituye, como título del documento, el marco en el que se vive la santidad.
Es la alegría por la causa de Jesús, quien, ya resucitado, es el hontanar de
una alegría increíble, a la cual se refiere también hoy el Evangelio de Lucas.
Las dos lecturas lucanas de
este tercer domingo de Pascua (Hech 3,13-19; Lc 24,35-48), desde la alegría en el encuentro con Jesús,
permiten profundizar en los hechos acaecidos a Jesús que le llevaron a su
pasión, muerte y resurrección, para descubrir en ellos la historia de la
salvación según el plan de Dios. Todo lo ocurrido estaba previsto por Dios
según las Escrituras del Antiguo Testamento y según los anuncios de la pasión
realizados por Jesús en los Evangelios. La traición de Judas, la entrega al
sanedrín, la condena de Poncio Pilato, la elección de la liberación de Barrabás
y el asesinato del Santo y Justo Jesús no son casualidades de circunstancias
históricas, ni avatares del destino, ni el resultado de un azar incontrolado,
sino el resultado maduro de un plan de amor de parte de Dios que estaba
previsto en el proyecto de salvación universal de los seres humanos y estaba
preconizado de muchas maneras en las Sagradas Escrituras y en las palabras de
Jesús. En virtud de ese plan todos los hombres, desde Jerusalén hasta los
confines de la tierra, pueden experimentar el amor de Dios que perdona los
pecados y pueden convertir sus corazones a Dios.
Para ello hace falta hacer una
lectura creyente y profunda de la realidad, como hizo Lucas, y seguir
comunicando su fuerza y su dinamismo espiritual como hemos de hacer todos los
discípulos danto testimonio de todo ello, como hicieron los apóstoles. La
aparición de Jesús Resucitado a los discípulos en Jerusalén, según la versión
de Lucas, constituye el centro del mensaje de este tercer domingo de Pascua (Lc 24,35-48). Este texto es el último de las tres partes
del capítulo 24 de san Lucas, capítulo que refleja una multiplicidad de
testimonios de fe de la comunidad cristiana primitiva, elaborados con una
maestría sin igual por el evangelista, al servicio del mensaje central del
Evangelio que nos anuncia que Jesús vive (Lc 24,23).
Al igual que el relato de los
discípulos de Emaús, también éste es un texto eucarístico, pues narra la última
comida de Jesús resucitado con sus discípulos, demostrando que su presencia en
esta historia no es una fantasía de nadie sino una realidad gozosa. El mensaje
se concentra en presentarnos a Jesús vivo y presente en medio de los suyos,
compartiendo una comida, para transmitirles el mensaje pascual por excelencia,
el mensaje de paz y de alegría que transformó y transforma a los testigos de
este encuentro en mensajeros de la conversión y del perdón desde Jerusalén
hasta los confines de la tierra.
Pero esta aparición a la
comunidad tiene tres aspectos esenciales: la demostración reiterada de la
identidad que existe entre el Resucitado y el Crucificado, la Comida
eucarística como señal de esa identidad y de la presencia real del que vive ya
para siempre, y la Palabra de las Escrituras que interpreta el modo inequívoco
de esa presencia mediante la paradoja de la Pasión del Mesías, Justo sufriente,
en cuyo cuerpo se concita todo sufrimiento humano y toda víctima inocente de la
barbarie de esta historia. De esta presencia misteriosa fueron testigos los
discípulos y somos nosotros ahora. En el texto de los Hechos (cf. 3,14; 7,52 y
22,14) aparece el título cristológico del Justo (dikaios) aplicado
a Jesús Se trata de un título mesiánico utilizado por Mateo y especialmente por
Lucas para mostrar la inocencia de Jesús en el proceso que sufrió hasta la
muerte (Lc 23,47; Mt 27,19; cf. Mt 27,4.24) y en los
discursos de Pedro, Esteban y Pablo de los Hechos de los Apóstoles.
En el marco de la misión
permanente de América y cuando nos preparamos a celebrar el V Congreso
Americano Misionero de todo el continente el próximo mes de Julio, este mensaje
puede avivar la conciencia de toda la Iglesia misionera. La misión, pues,
consiste, como dice Pedro en el discurso de los Hechos de los Apóstoles (Hech 3,13-19), en anunciar a Jesús, el Santo y el Justo, en
proclamar su resurrección y en acreditar su presencia viva a través del
testimonio permanente de muchos creyentes mediante la conversión del corazón,
el perdón de los pecados y la esperanza viva y gozosa que comunica el Espíritu.
Pero no puede pasar
desapercibido el componente de denuncia que conlleva el anuncio misionero. En
efecto, anunciar a Cristo crucificado es denunciar a los que lo crucificaron,
pero proclamar la victoria del Justo e inocente que fue resucitado por Dios es
sostener que hay una verdad y una justicia, la de Dios, que no está sometida al
dictamen de los que tienen el poder en este mundo y siguen amenazando a los
desposeídos y asesinando víctimas o permitiendo que mueran inocentes, como
hicieron con Jesús.
Con este espíritu es importante
tomar conciencia de que es inherente a la misión de la Iglesia asumir como
propias las causas de los últimos en cualquier parte del mundo, y por tanto, es
bueno solidarizarse con todos los sufren las consecuencias de las injusticias.
En el momento presente podemos pensar tanto en las situaciones múltiples que
atentan contra la dignidad y la libertad humana y contra los derechos
fundamentales de la persona en los países latinoamericanos y africanos, así
como en la situación económica de la vieja Europa que va dejando un lastre de
dolor escandaloso especialmente reflejado en el alto número de desempleados
forzosos, de empleos precarios y de inmigrantes y refugiados.
Anunciar a Cristo Resucitado es
anunciar al Justo, vencedor del mal, del pecado y de la injusticia y ponerse de
parte de las víctimas, de todos los que sufren. La identificación del
Resucitado con el Crucificado revela que la presencia real del que ha vencido
la muerte se hace patente en toda persona que lleva las señales del sufrimiento
en su propio cuerpo. Entre las víctimas y crucificados de nuestro mundo ocupan
un lugar preeminente los empobrecidos de nuestra tierra. Por ello el papa (cfr.
GE 70) nos invita compartir la vida con los más necesitados.
El destino del Mesías es el
mismo que el de todos los crucificados y de todas las víctimas de la injusticia
humana. Es este profundo vínculo fraterno de Jesús con los sufrientes del
mundo, y no cualquier otra manifestación poderosa o espectacular, el que hace
posible todavía hoy la presencia del Señor resucitado en la historia humana. De
ahí que ellos, los sufrientes y los pobres sean lugar teológico por excelencia
para iluminar la Palabra de Dios y abrir el entendimiento de los discípulos.
Por eso la Sagrada Escritura es el otro lugar teológico donde el misterio de la
Pasión se desvela y desde el cual se debe hacer la memoria y la interpretación
de todo sufrimiento humano.
Es necesario sacar de la
ignorancia a esta humanidad descreída e incrédula, que sigue dictaminando
muerte de inocentes, que sigue perpetrando crímenes injustos, que sigue
desencadenando violencia y que sigue manteniendo a la humanidad en un
sufrimiento continuo. La tarea misionera consiste en dar a conocer la Escritura
para poder comprender que el amor salvífico de Dios es el que se ha hecho
patente en la pasión y muerte de Jesús y de que el Resucitado ha vencido toda
injusticia y toda muerte. Esta palabra comunica el dinamismo del Espíritu de
Dios en el mundo, genera la experiencia del perdón y suscita la conversión.
Finalmente la comida
Eucarística del pescado es el signo que evidencia en la comunión fraterna la
presencia gozosa del Resucitado. No por casualidad el pez se convirtió en el
icono de la fe en el cristianismo primitivo, pues las letras griegas que
componen la palabra pez constituyen el acróstico de una verdadera confesión de
fe: Jesús, el Mesías, Hijo de Dios y Salvador. Con todas estas señales de la
presencia y de la identidad del crucificado y resucitado, en la Palabra, en la
Eucaristía y en el rostro de los dolientes de este mundo, la Iglesia se reviste
del dinamismo de lo alto para llevar a cabo su misión universal de anuncio del
amor de Dios, de denuncia del mal en todas sus formas, y de proclamación de la
conversión y del perdón, de la paz y de la alegría que lleva consigo la
presencia en esta historia de Jesús, Crucificado y Resucitado.
José Cervantes Gabarrón,
sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura