7ª semana del tiempo
ordinario. Martes: Mc 9, 30-37
En la vida de religión, que
es unión con Dios, debe haber siempre progreso. Por eso es difícil hablar lo
mismo a todos. A veces hablaba Jesús a la gente de cosas sencillas o también
con mensajes comprometedores; pero a veces a propósito buscaba estar más a
solas con los apóstoles para irles instruyendo sobre posiciones más adelantadas
en esta entrega que habían hecho para la causa de Dios. Al principio Jesús
hablaba de la grandiosidad del Reino de Dios y sobre la necesidad de
convertirse para pertenecer a ese Reino. Pero los mismos apóstoles no captaban
hasta dónde llegaba el compromi-so de esa conversión.
En la parte del evangelio correspondiente a este día aparecen los apóstoles creídos
que ese Reino de Dios se parece mucho a los reinos de la tierra donde se ganan
puestos por méritos materiales y por lo tanto existen ambiciones.
Jesús acepta a sus
discípulos como son; pero cree en su transformación. Y por eso teniéndoles
aparte les quiere enseñar que los puestos en ese Reino de Dios son de muy
diversa manera que lo que se da en el mundo. En primer lugar les repite lo que
ya les había dicho en otra ocasión sobre su propia muerte, cosa que no habían
entendido. Los apóstoles ya estaban persuadidos de que Jesús era el Mesías,
aunque el concepto que ellos tenían del Mesías era de triunfalismo material.
Jesús se llama a sí mismo Mesías, aunque con las palabras del profeta Daniel:
“el hijo del hombre”. Ahora les recuerda que, si va a salvarnos, es a través de
su muerte entregada, aunque victoriosa por la resurrección. De hecho lo más
importante en Jesús no es su vida sino su muerte.
Los apóstoles estaban
todavía en esa fase espiritual en que están o estamos tantos cristianos:
queremos el triunfo de la religión, queremos que Dios reine, cantamos con
entusiasmo en la iglesia y yo qué sé cuántas cosas hacemos por el bien de
nuestra religión en el sentido material; pero al mismo tiempo queremos que
nuestro nombre figure en primer lugar y guardamos odio en nuestro corazón y
mucha envidia hacia quien ha podido escalar un puesto mejor que el nuestro,
etc. Y por eso los apóstoles ponían poca atención interna a las palabras de
Jesús sobre muerte y sacrificio. Y discutían sobre puestos en el Reino. Ellos
sabían que eso no le gustaba a Jesús.
Entonces, cuando llegaron a
casa, que sería la casa de Pedro en Cafarnaún, Jesús
“se sentó”. Esta es una frase que en la cultura hebraica significaba que
quería darles una doctrina, como solían hacer los que en la sinagoga se
“sentaban” para instruir. Ahora Jesús les instruye, a ellos y a nosotros, sobre
lo que son los puestos verdaderos en el Reino de Dios: uno va ascendiendo según
crece su servicio hacia los demás.
Pero en el hacer un
“servicio” puede haber falsedades y mucho orgullo. ¡Cuántos quisieran estar al
servicio directo del Papa o de un rey! Jesús les dice que servir es rebajarse y
estar dispuestos a hacer el bien, especialmente a los abandonados o
menospreciados, a los que son tenidos por poca cosa. Y para poner un ejemplo,
busca a un niño (un “criadito” se dice en algunas traducciones) y lo pone en
medio como ejemplo. Siempre debemos entender que en aquel ambiente un criadito
era lo que se llama hoy “un niño de la calle”: que vivía de los “mandados” que
hacía, siempre despreciado y tenido en poco. Y Jesús les dice que el que hace
un bien a ese niño se lo está haciendo al mismo Jesús, que es lo mismo que
hacerlo al mismo Dios.
Ese es el gran mensaje que
hoy nos deja el evangelio. Servir a los demás es el centro del cristianismo. El
ejemplo lo tenemos en el mismo Jesús, que siendo Dios pasó por la vida
“haciendo el bien”, sin recibir donaciones y huyendo de los prestigios y los
honores. Y esto hasta llegar por fin a la muerte, pero sabiendo, como lo sabía
Jesús, que detrás de la muerte están los brazos amorosos del Padre. El
evangelio no trata de dejar bien parados a los apóstoles. Son hombres normales,
que van subiendo en el camino hacia Dios.