CICLO B
TIEMPO ODINARIO
XXVI DOMINGO
“¡Ojalá todo el
pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor!”, responde
Moisés (primera lectura). En su bautismo el cristiano es ungido en la cabeza
para ser “miembro de Cristo sacerdote, profeta y rey”. Dice el Concilio
Vaticano II que “el pueblo santo de Dios participa también de la función
profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de
fe y caridad” (LG 12). Incluso los fieles laicos participan de esta misión
profética cuando acogen la Palabra con fe y la anuncian con el testimonio de la
vida y de la palabra (Compendio del Catecismo de la IC 190).
Cristo es el gran Profeta que tenía que venir al mundo. “En muchas
ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los
profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijos” (Hb 1, 1-2). Cristo es la Palabra de Dios que se hace hombre. Es “la
Palabra de la vida” (I Jn 1,1). Cuando Cristo habla,
habla Dios. No habla en nombre de Dios. No transmite un recado, un mensaje de parte de Dios. Es Dios mismo el que nos
habla. Cristo es en sí mismo la Palabra de Dios. Él es hombre verdadero y Dios
verdadero. “En Jesucristo Dios
no sólo habla al hombre, sino que lo busca movido por su corazón de Padre” (San
Juan Pablo II).
Este
Dios-hombre habla con sus palabras y también con sus obras y con sus milagros.
Dios quiso revelar el misterio de la salvación de los hombres, los cuales, por
medio de Cristo, el Verbo hecho carne, llegarían a ser hijos de Dios en el Hijo
eterno de Dios y partícipes de la naturaleza divina. “Este plan de la
revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí”
(Concilio Vaticano II). Cristo es en sí mismo Evangelio y Milagro. Dios y
hombre verdadero, es la Palabra hecha carne, plenitud de toda la revelación. En
su corazón humano está todo el amor de Dios: es el milagro más grande. Los que oían a Jesús,
el carpintero, el hijo de María, estaban asombrados y se preguntaban por la
sabiduría de Cristo y por milagros que realizaba. Es la “elocuencia de los milagros” (San Juan Crisóstomo). La gente, al
ver el milagro-signo que Jesús había hecho, decía: “Éste sí que es el Profeta
que tenía que venir al mundo” (Jn 6, 14).
En una perenne
efusión, Cristo Jesús resucitado sigue enviando su Espíritu, que “habló por los
profetas”, a la comunidad de la Iglesia
y al corazón de los fieles. Así se cumplen los dos deseos de Moisés. “El
amor de Dios es derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo, que se
nos ha dado” (Rm 5, 5). Es el Espíritu de la verdad,
que nos guía hacia la verdad completa y mantiene vivos en nosotros el amor y la
comunión con Dios y con los hermanos. Nos impulsa a dar testimonio de la verdad
y a vivir como hijos de Dios.
Nosotros,
como Cristo, hemos de pasar por la vida haciendo el bien. Sin avergonzarnos de
ser cristianos, con la alegría de ser fieles seguidores de Cristo. Esta fe
consecuente, vivida en el amor, es una proclamación silenciosa del Evangelio de
Cristo. Una irradiación muy eficaz de los valores cristianos. Un testimonio
quizás sin palabras, al que estamos llamados todos los bautizados, miembros de
Cristo, que no sólo anuncia como Profeta, sino que es en persona Camino, Verdad
y Vida.
Sin miedo, porque
contamos con la fuerza del Espíritu, que viene en ayuda de nuestra debilidad;
sin imposiciones, porque la verdad se propone a la liberta y a la inteligencia
del hombre; y sin encerrarnos en el círculo de “los nuestros”, porque “toda
verdad, venga de donde venga, es del Espíritu Santo” (Ambrosiaster);
y el Señor nos tiene dicho que “el que no está contra nosotros está a favor
nuestro” (Evangelio).
Las lecturas y los
textos litúrgicos de este domingo nos proponen tres verdades fundamentales a
transmitir –a profetizar- con nuestras palabras, pero especialmente con la
propia viada:
En primer lugar:
Creemos en un Dios todopoderoso, que no se relaciona con nosotros habitualmente
a base de milagros, sino especialmente con el perdón y la misericordia, con la
debilidad de su amor infinito. Él nos da su gracia para que participemos, ya
ahora, de la vida gloriosa de los hijos de Dios (oración colecta).
En segundo lugar
hemos de testificar –profetizar- que por el Reino de Dios o reinado de Dios en
nosotros, merece la pena renunciar no sólo a las riquezas corrompidas (segunda
lectura) sino también, arrancar de
nuestra vida todo lo que nos impulse hacia el mal: con toda decisión,
radicalmente, hemos de estar dispuestos a vencer al mal haciendo el bien, que
así hemos de tomar las mutilaciones de que habla hoy el Evangelio y no en
sentido literal. En la eucaristía se renueva nuestro cuerpo y nuestro espíritu
para participar, ya en esta vida mortal, de la vida gloriosa del Resucitado
(oración después de la comunión).
Y, por último, hemos
de ser testigos convincentes de que Dios quiere siempre nuestro bien: sus
mandatos alegran nuestro corazón. Son sendas que se abren a nuestra libertad
para hacer el bien y, por tanto, caminos hacia los valores que nos llenan de
felicidad (salmo responsorial).
MARIANO ESTEBAN CARO