CICLO  B

TIEMPO ORDINARIO

XXIX DOMINGO

 

 

Nuestro Dios no es un ser impasible, al que no le afecten nuestras necesidades, sufrimientos y problemas. El Dios de Jesucristo es amor infinito.  Padece por efecto de su amor: cuando un pobre ser humano sufre, nuestro Dios sufre con él, sufre por él, sufre en él. “Dios no puede padecer, pero puede compadecer” (San Bernardo). Es Padre de  misericordia infinita: sus ojos están puestos en sus hijos, en los que esperan en su misericordia, que llena la tierra (salmo responsorial) y llega a sus fieles de generación en generación, canta la Virgen María (Lc 1, 50).

 

Un amor, el de nuestro Dios, “que tiene características maternas y, a semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus hijos” (Juan Pablo II). Los salmos repiten que el Señor es compasivo y misericordioso, bueno y clemente,  rico en piedad y leal. La misericordia infinita de Dios surge de la confluencia de su compasión y de su fidelidad al hombre, especialmente al más débil y necesitado. Así la seguridad de la fe es la seguridad en la fidelidad de Dios, pase lo que pase. Creer en el amor fiel de Dios es creer en su misericordia. “Mantengamos la confesión de la fe”, porque tenemos un sumo sacerdote, Jesús, Hijo de Dios, capaz de compadecerse de nuestras debilidades (segunda lectura).

 

“Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó” (Ef 2, 4), por compasión al hombre, envió a su Hijo único para que, hecho hombre, igual en todo a nosotros menos en el pecado, el mundo se salve por Él. El amor es pasión (Orígenes) y alcanza su punto culminante en la cruz, que es la medida de la entrega de Cristo,  que ha venido a servir y no a ser servido, y a dar su vida en rescate por todos (Evangelio). La cruz, medida de su entrega hasta la muerte, es además expresión de un supremo amor, no sólo de dolor: Triturado con el sufrimiento, entregó su vida como expiación (segunda lectura).

El amor de Dios culmina en Cristo Jesús, el Hijo de Dios, muerto y resucitado por nosotros. En Cristo y por Cristo se hace visible la misericordia infinita de Dios. Cristo no sólo habla de la misericordia divina. “Él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia” (Juan Pablo II).  El Hombre Cristo Jesús,  coronado de gloria por su pasión y muerte, está sentado a la derecha del Padre,  para acercarnos con seguridad al trono de la gracia y alcanzar misericordia (segunda lectura).

“Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7). El discípulo de Cristo ha de ser el servidor de todos (Evangelio), misericordioso con todos. “Vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos” (Col 3, 12-13). La misericordia pertenece al estilo de vida del cristiano: “sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6, 36), porque la medida que uséis la usarán con vosotros. Además de la justicia, con el hombre afligido el cristiano debe tener una entrañable humanidad, una atención que sale del corazón. El programa del cristiano es  “un corazón que ve”, como el Buen Samaritano (Benedicto XVI).

 

"El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por muchos", nos dice el Señor en el Evangelio de este domingo. Estas palabras constituyen la autopresentación de Cristo, que nos revela el amor que Dios nos tiene. Hasta el extremo en la cruz.

 

El servicio a todos los hombres  es el mandato y el método para proseguir la misión de anunciar el Evangelio. La fidelidad a Cristo nos invita a comprender que la verdadera grandeza se encuentra en el servicio y en el amor al prójimo. Las palabras de Jesús sobre el servicio anuncian un nuevo estilo de relaciones en nuestros ambientes y en la sociedad: un mundo más fraterno. Para un discípulo de Cristo ser el primero significa ser "servidor de todos".

 

MARIANO ESTEBAN CARO