CICLO  B

TIEMPO ORDINARIO

XXX DOMINGO

 

San Marcos sitúa la curación del ciego Bartimeo en un momento clave del Evangelio: al final del «viaje de Cristo a Jerusalén». Es decir, al final de su última peregrinación a la Ciudad Santa para la Pascua. Jesús sabe que allí lo espera la pasión, la muerte y la resurrección. La de Bartimeo fue la última curación que Cristo realizó antes de su pasión.

 

El Evangelio de San Marcos está estructurado como un camino de fe, siguiendo a Cristo. Es el caso de Bartimeo. “Tu fe te ha salvado”, le dice el Señor al ciego, que representa al hombre necesitado de la luz de Dios, de la luz de la fe para recorrer el camino de la vida. A Bartimeo no le salvan sus gritos ni sus muchas palabras. Lo salva su fe.

 

Dios es luz y creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, está hecho para  la luz. Nos tiene dicho el Señor: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8, 12). Bartimeo, con la vista recuperada, sigue a Jesús. Inicia una vida totalmente nueva. La fe en Cristo da una orientación nueva, decisiva a nuestra vida. Cristiano es aquél que cree en Cristo y camina tras sus huellas. Cristiano es el que sigue a Jesús, una persona viva, contemporáneo nuestro. Ahora. Ser cristiano consiste en seguir a una persona, que no es una costumbre o una ideología,

Como todos los  realizados por Jesús, este milagro del ciego Bartimeo es un  signo eficaz de la salvación, que Cristo, Dios y hombre verdadero, vino a traer. “Estos signos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida” (Jn 20, 31). Son las curaciones milagrosas un adelanto del triunfo de la vida y el bien  sobre el mal y sobre la muerte, que conseguiría Cristo resucitado. “Nuestro Salvador Jesucristo destruyó la muerte”, cantamos en el Aleluya. Con Cristo se hace realidad lo que anunciaba Jeremías: “El Señor ha salvado a su pueblo” (primera lectura).

 

Así fue cuando Cristo pasó por esta tierra haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con Él (Hch 10, 38).  La fe  los salvó (los curó). Así fue y así es ahora para nosotros: nos salva la fe en Cristo Resucitado, nuestro Sumo Sacerdote, que en la gloria del cielo intercede permanentemente por nosotros (segunda lectura). “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29). Nos dice San Pedro en su primera Carta: “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis y creéis en Él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurada, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación” (1P 1, 8-9).

 

La fe nos salva, porque, junto con el bautismo, sacramento de la fe, nos incorpora  a Cristo Resucitado; nos injerta en Él. De Jesús resucitado recibimos ya ahora la savia,  la vida, la gloria de Dios. “Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe” (Ef 2, 8). Por la gracia somos ya hijos de Dios en el Hijo único de Dios. Por la fe, “de manera incipiente, en germen, ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera” (Benedicto XVI). “En esperanza hemos sido salvados” (Rm  8, 24) La fe nos salva, si es activa en la práctica del amor (Gál  5, 6), pues la fe que salva es la fe con obras (St 2, 14-17).

 

La fe nos salva, porque  nos hace tomar conciencia del amor que Dios nos tiene, manifestado en Cristo. Este amor suscita en nosotros la respuesta del amor  a Dios y a nuestros hermanos los hombres. En la oración colecta le pedimos a Dios que aumente en nosotros la fe, la esperanza y la caridad: la actividad de nuestra fe,  el esfuerzo de nuestro amor y el aguante de nuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor (1Ts 1, 3).

 

"Hijo de David, ten compasión de mí". Es la oración de Bartimeo, que llega al corazón de Cristo: se detiene, lo manda llamar y lo cura. “El momento decisivo fue el encuentro personal, directo, entre el Señor y aquel hombre que sufría. Se encuentran uno frente al otro: Dios, con su deseo de curar, y el hombre, con su deseo de ser curado. Dos libertades, dos voluntades convergentes” (Benedicto XVI). 

 

En la oración debemos recurrir a nuestro  Dios, que es compasivo y misericordioso. Pero no con muchas palabras, ni “gritando”, sino con un corazón lleno de fe. El que cree nunca está solo. El que reza nunca está solo. Hemos de dirigir nuestra oración a Dios por medio de Cristo, que en la gloria del cielo intercede por nosotros (segunda lectura).

 

MARIANO ESTEBAN CARO