CICLO  B

TIEMPO ORDINARIO

XXXIII DOMINGO

 

 

Nos acercamos al final del año litúrgico de la Iglesia, que será coronado el próximo domingo, con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. El Evangelio de hoy está tomado del discurso de Jesús sobre los últimos tiempos, que con mínimas variantes lo registran todos los evangelistas.

 

Las lecturas de hoy nos hablan del final: “cielo y tierra pasarán (Evangelio). Para el cristiano las realidades últimas y definitivas parten siempre del acontecimiento de la resurrección. Lo cual significa que estas realidades ya han comenzado y que Cristo, que al final vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos (Credo), es a la vez Juez y Salvador. Juzga salvando (Rm 3, 24).

 

En cuanto creyentes sabemos que ya estamos con el Señor y que, por tanto, nuestro futuro  ha comenzado ya; y además que el juicio será un acto de salvación, porque Cristo no ha venido a condenar, sino a salvar (Jn 3, 17). La segunda venida del Señor, al final con gloria, constituye un único misterio con su resurrección, pues Cristo “con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados” (segunda lectura).

 

Al final los muertos se despertarán: unos, para vida perpetua, otros para ignominia perpetua (primera lectura). Cristo vendrá a juzgar verdaderamente: es un juez de bondad infinita, pero verdadero juez; por eso, no podemos vivir como si fueran iguales el bien y el mal. El juicio final revelará el mal que hayamos hecho o el bien que hayamos dejado de hacer a lo largo de nuestra existencia.

No podemos esperar con miedo este momento salvador. El misterio del juicio final “será precisamente el momento en el que finalmente seremos juzgados dispuestos para ser revestidos de la gloria de Cristo, como con un vestido nupcial, y ser conducidos al banquete, imagen de la plena y definitiva comunión con Dios” (Papa Francisco).

La suerte última,  definitiva y eterna, dependerá del uso que cada uno haya hecho de su libertad durante esta vida. Podemos autocondenarnos, si nos cerramos al amor de Cristo, a la comunión con Dios y con los hermanos. Cada uno de nosotros es responsable del propio comportamiento. De acuerdo con esto seremos juzgados.

Los primeros cristianos recitaban una oración: Maranà thà!, (Ven, Señor Jesús). Una expresión formada por dos palabras arameas. Según como se pronuncien, son una súplica (¡Ven, Señor!) o son una manifestación de fe (¡El Señor viene!). Nosotros la repetimos también después de la consagración del pan y del vino en la santa misa. Nos resulta difícil rezar  esta oración: no queremos que el mundo acabe, pero sí que este mundo cambie profundamente; y sin la presencia efectiva de Cristo, nuestro contemporáneo, nunca llegará un mundo justo,  renovado y mejor. El último libro de la Sagrada Escritura, el Apocalipsis, termina con estas palabras: “Sí, voy a llegar enseguida. Amén. Ven, Señor Jesús” (22, 20). Benedicto XVI nos invita a orar para que “Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve”. ¡Maranà thà! ¡Ven, Señor Jesús!

 

MARIANO ESTEBAN CARO