8ª semana del tiempo
ordinario. Miércoles: Mc 10, 32-45
Hay personas que se creen
bastante perfectas en el camino espiritual por el hecho de que cumplen con lo
mandado por Dios y por
Jesús iba ya hacia Jerusalén,
donde iba a sufrir la pasión y la muerte. Les reúne a los Doce y se lo dice. Ya
les había anunciado en otras ocasiones que sería injuriado y sufriría mucho
hasta la muerte. Pero siempre terminaba diciendo que a los tres días
resucitaría. A los apóstoles se les quedaba grabada la primera parte, la de la
muerte y no ponían atención, porque no lo entendían, a la parte de la
resurrección. La primera vez que lo dijo encontró tal oposición en san Pedro,
que le tuvo que reprender por no estar dispuesto a que se cumpliese la voluntad
de Dios. A la segunda vez todos se callaron, aunque enseguida se pusieron a
discutir entre ellos sobre quién sería el más importante. Ahora van todos con
miedo, pues Jesús no sólo dice que le van a matar, sino que da más detalles que
otras veces. Dice que será precisamente en Jerusalén, hacia donde van, y que
será entregado a los paganos. Esto indicaba una muerte más terrible, pues podía
ser muerte de cruz, cosa que los judíos no podían hacer. También acentuó que a
los tres días resucitaría; pero esto no lo entendían.
Los apóstoles todavía
tenían muy metida la idea de que Jesús, si era el Mesías, debía instaurar en
Jerusalén el reinado de David. Dice alguno que quizá los apóstoles habían
recordado el pasaje del profeta Daniel en el que habla del “hijo del hombre”
(Jesús se hacía llamar así), que estaría rodeado por un tribunal, sentados
todos en tronos. Amaban a Jesús, pero ellos tenían sus propias ideas y sus
muchas ilusiones materiales. El caso es que los dos hijos de Zebedeo, Santiago
y san Juan, son los primeros que le presentan una proposición, que todos
albergaban en su corazón: ser los primeros en ese reino que suponían que Jesús
iba a instaurar. El evangelista san Mateo dice que fue la madre de los dos
quien se lo propuso a Jesús. Era una de las mujeres que les ayudaban y así los
dos hijos se sentían más ocultos y ayudados.
Jesús no les regañó, pues
veía que en la proposición, a pesar de indicar bastante vanagloria y deseos de
honores, también indicaba mucha confianza y deseos de estar siempre con Él.
Pero Jesús les dio una buena lección, primero a ellos y luego a los demás. No
les quitó los deseos de hacer algo grande por Él: hasta les invitó a seguirle
hasta la muerte. Ellos aceptaron; pero les quitó la ilusión de tener un puesto
especial en el reino suyo. Porque en este reino no valdrán los poderes, sino el
servicio.
Los otros diez apóstoles se
enfadan con los dos, no porque tuvieran buena voluntad, sino porque se les
habían adelantado en la petición de los primeros lugares. Todos pensaban en lo
mismo: los honores y la gloria mundana. No habían llegado a tener los
sentimientos de Cristo, que iba por delante, porque tenía prisa en dar su vida
por nosotros. Para que pudieran tener esos sentimientos, Jesús, después de
Hoy Jesús les dice, y nos
dice a nosotros, que si queremos ser grandes en el reino de los cielos, debemos
preocuparnos por servir a los demás. Ser cristiano significa que hay un cambio
o conversión: en vez de buscar instintivamente que nos alaben y sirvan, debemos
estar disponibles para ayudar en las necesidades ajenas. Ser cristiano es saber
transformar los sacrificios de cada día en gracia para nosotros y los demás, si
los unimos con los sacrificios de Jesús realizados por amor. Él nos dio ejemplo
de servicio en toda la vida y especialmente en la tarde del Jueves
santo con el lavatorio de los pies a los apóstoles. Allí aprendieron que servir
es reinar.