8ª semana del tiempo
ordinario. Viernes: Mc 11, 11-26
Jesús acababa de entrar
triunfalmente en Jerusalén. Entra en el templo, ve lo que sucede allí y se da
cuenta de algo que no va con su manera de comprender la religión. El hecho de
ver cómo preparan las fiestas los israelitas a base de negocio con respecto a
los sacrificios que eran impuestos a todos los que querían adorar a Dios,
mientras que la verdadera oración estaba ausente de aquel lugar, le tuvo que
estremecer las entrañas. Y con esa gran impresión Jesús salió hacia Betania.
Hoy nos expone el evangelio
lo que hizo al día siguiente. Jesús sabía que las solas palabras se las lleva
el viento y que lo que quedan son acciones potentes como solían hacer los
profetas. Por eso en aquella noche, como en todas en que dedicaría una buena
parte a la oración con su Padre celestial, meditaría cómo ese su pueblo, escogido
por Dios para ser luz entre las naciones, estaba seco y dormido y convenía
hacerle despertar.
Lo primero fue lo de la
higuera. Este árbol era símbolo del pueblo de Israel. Así lo había descrito el
profeta Isaías. Jesús iba con sus discípulos desde Betania a Jerusalén y se
encontraron con una higuera con hojas, pero sin frutos. Y Jesús la maldijo. Al
día siguiente los discípulos le hicieron notar a Jesús cómo estaba seca. Era
una parábola viviente para poder explicar mejor Jesús en aquellos días cómo la
religión de solo culto externo no sirve. Es como si el alma estuviera seca.
Después de la maldición a
la higuera, llega Jesús con los discípulos a Jerusalén. Se dirigen al templo y,
como lo había ya decidido, comienza a expulsar a los mercaderes. De hecho Jesús
no estaba tanto en contra de los simples mercaderes cuanto de los responsables
principales del templo, los jefes religiosos de Israel, que en vez de llevar al
pueblo por el camino verdadero de Dios, buscaban aprovecharse de la buena
voluntad de muchos para crecer sus arcas materiales.
Es una acción que se llama
profética, al estilo de cómo algunos profetas ejecutaban acciones, quizá raras
pero espectaculares, para que la gente pudiera captar mejor un mensaje de Dios. Y el mensaje directo era que el templo es
casa de oración. Ya lo habían dicho los profetas, y Jeremías había dicho la
expresión que “no es lugar de bandidos”. Porque además de estar mercando en el
templo, aquel mercado era una especie de robo a la gente buena que no tenía más
remedio que comprar allí su “sacrificio” y con la moneda y al precio que
estipulaban los responsables.
Pero, además de ese primer
mensaje, estaba el principal: a Dios no le agradan los sacrificios externos si
no van acompañados con una limpieza de alma. Esto ya lo habían dicho los
profetas, cuando clamaban contra aquella religión de solos ritos externos,
mientras el corazón está lleno de odios y venganzas y maltratos a los pobres y
necesitados.
Jesús siempre nos había
enseñado el amor y la oración sincera con Dios. El evangelio de hoy termina
dando Jesús unos consejos o preceptos, cuando los apóstoles le dicen que la
higuera está seca. Lo primero: si queremos que nosotros no estemos secos
debemos hablar amorosamente con nuestro Padre Dios. Si tenemos una unión íntima
con él, por medio de la fe, haremos maravillas.
Lo segundo es la relación
con los demás. Una vez más nos insiste en el amor. Y para hacer efectivo el
amor, en esta vida llena de dificultades y miserias del alma, debemos saber
perdonarnos continuamente. Esto es tan importante que es mentira si uno dice
que tiene mucha amistad con Dios y no sabe perdonar al hermano.
Aquellos últimos días de la
vida de Jesús estuvieron marcados por su preocupación en quedar claro que la
religión del pueblo de Israel, donde la mayoría se preocupaba en hacer actos
externos sin mejorar la pureza del alma, no agradaba a Dios. Por eso nosotros
hoy agrademos al Señor aumentando la fuerza de nuestro amor.