8ª
semana del tiempo ordinario, sábado: Mc 11, 27-37
Pocos días antes de morir, Jesús
había entrado triunfante en Jerusalén y, al llegar al templo, había contemplado
cómo se había convertido en un completo comercio en aquellos días anteriores a
la pascua. Como muchos venían de lejos y querían ofrecer un sacrificio de algún
animal, los jefes de los sacerdotes aprovechaban esta necesidad. Decían que
para hacerles un favor, pero en realidad lo que hacían era un rotundo negocio,
pues contrataban mercaderes elevando los precios a su gusto. Y más, cuando sólo
se podía comprar con la moneda propia del templo.
A Jesús le molestó mucho el
hecho de que el templo, que debería ser lugar para la oración y la escucha de
la palabra de Dios, se hubiera convertido en un comercio, con lo que llevaba de
gritos, protestas por los precios, egoísmos, etc. Jesús se volvió a Betania;
pero aquella noche oraría mucho y pediría luz para poder realizar una llamada
profética a la oración en el templo. Lo que hizo al expulsar a los mercaderes.
Al día siguiente vuelve al
templo para seguir predicando la palabra de amor y respeto a Dios. Pero esta
vez se encuentra con una delegación de los principales sacerdotes y escribas,
que le quieren hacer una pregunta. El hecho de hacer una pregunta sobre
religión, es muy bueno, si lo que quiere hacer uno es aprender y vivir con más
intensidad la religión. Pero lo que quieren hacer aquellos sacerdotes no es
aprender más, sino quejarse o pedir una explicación por lo que en esos días
había hecho Jesús: su entrada triunfal y de una manera especial el hecho de
arrojar a los mercaderes del templo de modo violento: “¿Con qué autoridad haces
esas cosas?”
Jesús no va a responder
directamente, porque sabe que quienes le preguntan no lo quieren saber para
aprender o para adherirse a su doctrina. Ellos están puestos directamente en
contra. No buscan la verdad sino poder sembrar cizaña para ver si de alguna
manera más cierta le pueden acusar ante el pueblo. Por lo tanto ellos rechazan
de entrada toda explicación que Jesús quiera darles.
Esto nos suele pasar en la
vida. Si no nos interesa un mensaje, comenzamos por desautorizar
a aquel que nos lo da. Así nos vemos libres de tenerlo que seguir. Pero lo que
estamos haciendo es tapando nuestra pereza y egoísmo. A veces también en la
oración estamos como bloqueados. Quizá nos presentemos ante Dios y le digamos:
¿Qué quieres, Señor, de mí? Pero en el fondo sabemos que vamos a hacer lo que
ya teníamos determinado. Es posible que sea una buena acción; pero un verdadero
hijo de Dios, un pobre de espíritu, se debe poner en la presencia de Dios
desterrando su propio juicio, para que sea Dios quien disponga verdaderamente
de nosotros. Y la verdad es que los planes de Dios no son nuestros planes.
Jesús no les responde
directamente, sino que les responde con otra pregunta, que ciertamente les
compromete a aquellos escribas y sacerdotes: “¿El bautismo de Juan era del
cielo o de los hombres?” El compromiso era grande, pues si respondían que era
cosa de Dios, Jesús les va a preguntar porqué no le han seguido; pero si
responden que no venía de Dios, se van a enemistar con la gente sencilla que
tenían a Juan por un verdadero profeta, es decir, alguien que hablaba de parte
de Dios.
Ante este dilema responden
que no saben. Jesús entonces les dice que tampoco les va a declarar con qué
autoridad realiza esas acciones. Jesús no necesitaba responder que esas cosas
las hacía en nombre de Dios. Bastaba que atendieran a la vida que llevaba y
sobre todo a sus milagros.
El aceptar la verdad y el
amor van juntos. Cuando uno ama a una persona, acepta con agrado sus
pensamientos y pareceres. Si queremos comprender mejor los mensajes de Jesús,
sabiendo que es nuestro Dios, aumentemos el amor: hacia Él y hacia los demás,
que le representan, Y nuestro corazón se habrá hecho pobre de espíritu para
acoger con agrado la palabra de Dios.