Solemnidad. Natividad de San Juan Bautista (24 de Junio)

 

La misericordia y la alegría en el nacimiento de Juan

 

Hoy es el día de San Juan porque se celebra el nacimiento del más grande entre los nacidos de mujer, Juan el bautista, cuya identidad y misión están tan marcadas por la cercanía inminente de la manifestación pública del Mesías Jesús que la Iglesia hace prevalecer litúrgicamente la fiesta de su nacimiento sobre la celebración dominical. Y es que Juan sólo se entiende desde Cristo, desde su origen hasta su final. 

 

En el día de su nacimiento el relato bíblico del evangelio de Lucas (Lc 1,57-66) nos cuenta el sentido de su nombre. En el mundo bíblico poner nombre a una persona es darle la identidad objetiva desde el marco familiar, que proyecta sobre la persona tanto la experiencia de la fe vivida como la expectativa existente sobre él. Los padres de Juan, Zacarías e Isabel, ponen el nombre a Juan para expresar la profunda experiencia que ellos han tenido de Dios con el nacimiento de este hijo, pero sobre todo, para mostrar la misión que éste va a tener de parte de Dios en orden a presentar al mundo al Mesías Jesús. Juan significa “Dios es misericordioso”. En efecto, Dios ha actuado con misericordia con Isabel, que era estéril y anciana, y de manera sorprendente le ha hecho concebir en su vejez. La experiencia de la intervención divina queda patente en el nombre por encima de la lógica habitual que habría sido llamarlo Zacarías, como su padre. Sin embargo ambos progenitores coinciden en la vivencia de la gracia de Dios en ellos y en la manifestación de su misericordia, al decir que su nombre era “Juan”.

 

Cuando Lucas presenta a Juan lo hace en estricto paralelo con Jesús, en su evangelio de la infancia. De ambos se cuenta el anuncio extraordinario de su nacimiento, acerca de los dos se alaba la misericordia de Dios con su pueblo en los cánticos del Benedictus y del Magnificat, proclamados por Zacarías y la Virgen María respectivamente; y finalmente de ambos se narra su nacimiento como acontecimientos reveladores de salvación de Dios, manifestada en el precursor y en el Salvador.

 

Ese paralelismo entre los dos ha quedado patente también en el calendario cristiano, que sitúa el nacimiento de Jesús, el Señor, y el nacimiento de Juan, el bautista, en los dos solsticios de invierno y verano de las latitudes de la cuenca del Mediterráneo y plasma así como un eje estructurante del año la idea teológica de Jn 3,30, donde Juan afirma que Jesús, el Hijo de Dios, el Cordero que quita el pecado del mundo, tiene que crecer mientras que él tiene que menguar, ya que Juan no es la luz sino el testigo de la luz.

 

Por eso a partir de ahora, con el verano del hemisferio norte, los días empiezan a menguar, la luz va decreciendo paulatinamente hasta que llegue la Navidad, solsticio de invierno en que Cristo, la luz verdadera, nace y crece, los días empiezan a alargarse hasta que la luz de la Pascua de resurrección selle su victoria sobre la tiniebla, el pecado y la muerte en el mundo.

 

De este modo Juan da paso al crecimiento firme e irreversible de la luz de Cristo. Y esa es la grandeza de Juan, ser sólo, pero nada más y nada menos que el precursor, la voz de la Palabra, el dedo indicador, el testigo de la luz que ha dado paso al Salvador Jesús, su Señor, por el cual ya desde el vientre materno experimentó la inmensa alegría de la cercanía del Mesías. En Lc 1,39-45 la reacción de Isabel ante la cercanía del nacimiento de Jesús destaca esa alegría desbordante. La misma alegría que María canta poco después al iniciar el Magnificat es la que Isabel comunica al decir que la criatura “saltó de alegría” en su vientre. Sólo Lucas utiliza y repite un verbo griego (skirtao) que podríamos traducir también como “retozar”. Retozar es brincar de alegría, dar saltos de gozo, es vibrar de emoción. Es sentir y expresar con todo el ser, con todo el cuerpo, desde la intimidad de las entrañas hasta la boca jubilosa, la inefable alegría del ser humano por la presencia misteriosa del Espíritu que transforma toda realidad humana y hace posible un nuevo amanecer para la humanidad.

 

Esa alegría desbordante, que va desde el interior del espíritu hasta la conmoción entusiasta del organismo humano, no está supeditada meramente a la vivencia de circunstancias favorables y halagüeñas de la vida, sino que es un don de la fe para afrontar también las dificultades, especialmente las asociadas a una vida de testimonio profético. Es la dicha propia de los que sufren algún tipo de tribulación por la causa de Jesús, y experimentan la exclusión, la difamación y el rechazo por ser fieles a los valores del Reino de Dios (Cf. Lc 6,23).  Por eso la muerte de Juan bautista, testigo fiel de la Palabra de Dios, su decapitación injusta y caprichosa, ejecutada por parte del poder reinante, su fuerza profética y testimonial de la verdad de Dios, son también precursoras de la Pasión gloriosa de Cristo.

 

El fenómeno prodigioso de la luz en esta cuenca mediterránea y en todas las regiones del planeta de semejantes latitudes es de una belleza sin igual. El trayecto de la tierra en su órbita solar propicia un decurso polifacético del tiempo que hace posible que cada día del año sea distinto a todos los demás. La variedad climática de las cuatro estaciones, la infinidad de matices en el fulgor de la luz diurna, el alargamiento progresivo del día respecto a la noche y su correspondiente decrecimiento en un ciclo anual constituyen una riqueza extraordinaria en el ritmo biológico del ser humano.

 

En estos parajes del mundo mediterráneo se experimenta el amanecer como un lento espectáculo de luz que se va adueñando de la tierra. Esa luz que precede a la salida del sol es la aurora. En el relato bíblico de la creación la luz es la primera de las criaturas creada por la poderosa voz de Dios (Gén 1,3). La aparición de la luz en el primer día de la creación empieza a dar forma al universo y precede a la aparición del sol, la lumbrera mayor creada en el día cuarto (Gén 1,16). Parece como que aquella primera aurora, el primer destello de Dios, cumpliera una función distinta a la de regular el día y la noche. Sobre la tierra caótica resonó el Espíritu de Dios, se articuló la primera palabra y la luz existió. Era la aurora del mundo y el buen Dios iba en ella. 

 

Esa misma aurora es la que Lucas evoca en el final del cántico de Zacarías (Lc 1,68-79) cuando, tras el nacimiento de Juan, dice literalmente en su canto a la misericordia divina, el BenedictusGracias a las entrañas de misericordia de nuestro Dios, desde lo alto, se desvelará por nosotros una aurora  para iluminar a los que viven en tiniebla y sombra de muerte, para encaminar nuestros pasos hacia un sendero de paz.” (Lc 1,78-79). No se trata del sol, sino de la aurora que lo precede, no es el astro de la luz, sino Dios mismo en cuanto luz quien se desvela por los hombres en virtud de su amor entrañable. Y Dios nos ha enviado como testigo precursor de esa luz y de su gozosa misericordia al último de los profetas anteriores a Jesús, a Juan Bautista, cuyo nacimiento celebramos hoy.

 

Quiera Dios que el ejemplo de Juan nos haga a nosotros testigos de la luz y de la verdad, de la misericordia y de la alegría, vinculadas al nombre de Juan. Y muchas felicidades a todos los que llevan también este hermoso nombre.

 

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura