COMPARTIENDO EL EVANGELIO
Reflexiones de Monseñor Rubén Oscar Frassia
(Emitidas por radios de Capital y Gran
Buenos Aires)
Domingo Decimotercero durante el año,
Ciclo B
Evangelio según San Marcos 5,21-43
(ciclo B)
Cuando Jesús regresó en la barca a la
otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al
mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo,
se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: "Mi hijita se está
muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva". Jesús fue
con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. Se
encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias.
Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes
sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de
Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque
pensaba: "Con sólo tocar su manto quedaré curada". Inmediatamente
cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal.
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio
vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: "¿Quién tocó mi
manto?". Sus discípulos le dijeron: "¿Ves que la gente te aprieta por
todas partes y preguntas quién te ha tocado?". Pero él seguía mirando a su
alrededor, para ver quién había sido. Entonces la mujer, muy asustada y
temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus
pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: "Hija, tu fe te ha
salvado. Vete en paz, y queda sanada de tu enfermedad". Todavía estaba
hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le
dijeron: "Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al
Maestro?". Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de
la sinagoga: "No temas, basta que creas". Y sin permitir que nadie lo
acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa
del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y
gritaba. Al entrar, les dijo: "¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no
está muerta, sino que duerme". Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir
a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían
con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: "Talitá kum", que significa:
"¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!". En seguida la niña, que ya
tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron
de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo
sucedido. Después dijo que le dieran de comer.
LA VIDA ES DE
DIOS
El Evangelio
nos deja dos prioridades: la primera es la mujer hemorroísa, que hacía muchos
años estaba enferma, y como era creyente al tocar el manto de Jesús se cura
porque sabía que de Él salía un poder, salía una gracia, creía en lo que Dios
hacía en Él. Ahora bien, muchos tocamos a Jesús: los que rezamos, los que
celebramos la Eucaristía, los que consagramos y es evidente que el Señor está
presente en esas acciones, pero es fundamental tocarlo con fe; saber que Dios
es Dios y que obra en nosotros.
La segunda es
el tema de la muerte, una realidad humana innegable. Cristo, verdadero Dios y
verdadero Hombre, vino a salvarnos de dos cosas fundamentales: del pecado y de
la muerte. Con su muerte y su resurrección saca el pecado, nos libera de la
esclavitud y nos quita el peso de la muerte. Nos da la vida eterna.
Dios es Dios
de vivo y no de muertos. La muerte es una pascua personal, un paso que no tiene
dominio absoluto YA, no tiene la última palabra YA, porque la última palabra es
la VIDA que Dios nos da. Otra cosa es el dolor, el desconsuelo que uno pueda
tener, extrañar un ser querido. Dios no nos quita los dolores, pero SI vino a
darle definitivamente sentido a la vida. Y la vida es de Dios. Que creamos, que
nos acerquemos a Él, porque Dios existe y está muy presente en nuestra vida;
más presente de lo que nos podamos imaginar.
Les dejo mi
bendición: en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén